De lo cotidiano

Bitácora de Dalina Flores

Toribio y los dulces

Para Selene, por toda la risa y todas las lágrimas

 

Me desperté con el estómago revuelto. Al principio no supe por qué, pero cuando me di cuenta de que ya estaba bien bien bien despierto, empecé a notar que todos en la casa hacían mucho ruido: mamá gritaba como loca; la abuela lloraba; papá corría de un lado al otro, abrochándose el pantalón, con el teléfono en la oreja:

– Es urgente, señorita, necesito que manden una ambulancia, mi padre es diabético, tiene los signos vitales muy bajos, pero respira. Está muy frío.

– ….

– Ya lo intentamos y no reacciona. Claro: del Naranjo 201, residencial La luz.

– …

Papá dejó el teléfono y terminó de ajustarse la corbata. Yo espiaba desde el marco de la puerta. No entendía muy bien qué estaba pasando, pero escuché que el abuelo no despertaba. Quise ir a su recámara, pero sentí como miedo y no pude moverme. No quería que mi abuelito no me hiciera caso. Como aquella vez que mi amiga Veva me regaló el pez dorado en un frasquito con agua y luego ya no se movía. Dijo que le hizo hoyos a la tapa para que pudiera respirar, pero los peces respiran agua, no aire como nosotros.

Cuando volví de la escuela, fui derechito a mi cuarto y lo saqué de la mochila. Todo el camino se vino escondido, porque mamá no me deja tener animales, que por la alergia… Cuando lo saqué, ya casi se había salido toda el agua del frasco, así es que corrí al baño y lo volví a llenar. Me quedé viendo un rato al pez: cómo torcía la cola, cómo se le movían unas cosas como escamas que tiene en vez de cachetes. Él me miró con sus ojos fijos, como si se los hubieran dibujado. Pensé que Toribio era un buen nombre para él. Lo llevé al clóset y cerré la puerta para que no lo descubriera mamá, porque siempre, siempre, siempre, anda revisando mis cosas.

Después de comer, volví a ver cómo estaba Toribio. Seguía moviendo la cola muy feliz, como los perros. Y entonces salí a jugar fut con mis amigos de la cuadra. En la noche, después de cenar, me asomé otra vez a mirarlo y él estaba ahí, muy quieto, abriendo y cerrando la boca que se le hacía como cuando mi tío Mariano hace rueditas con el humo del cigarro. Pensé que tal vez estaba cansado de tanto andar nadando en círculos o que ya se había dormido y que eso que hacía con la boca era igual a los ronquidos del abuelo, sólo que como estaba en el agua, no hacía ningún ruido.

Al despertar, fui corriendo a ver cómo había amanecido Toribio. Seguía quieto, pero ya no hacía nada con la boca. Sólo sus ojos estaban igualitos a como los vi la primera vez: fijos y redondos. El agua se había puesto entre gris y verdosa y él estaba flotando de lado, como si se hubiera recostado sobre ella. Pensé que cuando yo regresara de la escuela, él ya iba a despertar y a andar dando vueltas por el frasco. Pero cuando regresé, Toribio seguía igual, y el frasco olía a drenaje. Lo agité para que despertara, pero no se movió. O sea, se movió pero no porque él quisiera, sino por el zangoloteo que le di al frasco. Mamá me gritó muchas veces que bajara a comer y tuve que dejarlo solo. Cuando regresé, sus ojos ya eran grises y el frasco olía así como a caca. Me quedé mirándolo un rato y pensé que en serio ya no iba a despertar. Eso que sentí fue igual a lo que sentía ahora pensando en mi abuelo. Qué tal que ya no despierte. Qué tal que su cuarto empiece a oler a mal. Qué tal que lo tengamos que echar al drenaje, como aquella vez hicimos con Toribio.

Cuando mamá descubrió lo de mi pez, me regañó muchísimo. Primero por la historia de las alergias y por no haber dicho nada. Ella dice que todo, todo, todo, se lo tengo que contar. Después me dijo que era un desconsiderado, irresponsable. Que no sabía cómo tratar a los animales. Que no eran juguetes, que no podía jugar con una vida así como así, sin es-crú-pu-los, desde entonces me aprendí la palabrita. Y la verdad es que sí me sentí muy culpable. Por eso no quiero ir a ver al abuelo a su cuarto. Sí quiero, pues, pero no quiero. Me da miedo.

Los señores de la ambulancia no tardaron en llegar, y parecía que yo era invisible pues nadie se dio cuenta de que yo estaba ahí, esperando que alguien me explicara algo, o me preguntara si quería desayunar. Vi que sacaron al abuelo en una camilla, como en las películas, y me asustó muchísimo el color de su piel. Estaba blanco, como si no fuera una persona. No sé por qué, cuando cerraron la puerta de la ambulancia y salió chillando con sus luces prendidas, me puse a llorar como cuando era bebé. No sé por qué, en serio. Pero no podía controlar las lágrimas ni las muecas que se hacían en mi boca, ni la sensación de algo, como una fruta atorada en la garganta, que no me dejaba respirar. Creo que por eso lloré: para poder respirar.

Hasta entonces, mamá me vio y me dijo que me pusiera unos tenis y me echara encima una chamarra. Todos seguiríamos a la ambulancia. Me alegré un poco al pensar que no iría a la escuela. En el carro, la abuela no dejaba de llorar y de bajar santos del cielo. Papá estaba nervioso. Prendió un cigarro y mamá lo regañó. Parecía que iban a pelear, pero papá tiró el cigarro y mamá le acarició el cabello. Recuerdo muy bien que papá tomó su mano y la besó. Ella le sonrió y le dijo que no se preocupara y luego, algo que aún no entiendo: yerba mala nunca muere.

El abuelo estuvo en el hospital tres días. Igual que Toribio: nunca despertó. A mí me dejaron entrar a verlo sólo un momento el último día, cuando ya todos sabían que iba a morir. Me dio miedo acercarme a él. Igual que cuando mamá descubrió a mi pez en el closet: Yo lloraba sentado en la cama y ella fue la que tuvo que tirar a Toribio por la taza del baño. Y luego preguntar y regañarme y no darse cuenta de que todo lo que me decía no podía siquiera compararse a lo que yo estaba sintiendo al darme cuenta de que Toribio ya no se movería otra vez, que se había muerto.

Cuando regresamos a la casa, el día que murió el abuelo, papá ya casi no lloraba, pero se la pasaba preguntándose qué había pasado si el abuelo siempre había tomado sus  medicinas. Ni siquiera tuvo tiempo de despedirse de él. Una tarde antes del día en que ya no quiso despertar, mis papás y la abuela se habían ido al cine. Yo tenía mucha tarea y no me quisieron llevar, entonces me pidieron que me quedara cuidando al abuelo. Siempre me decían eso porque él tenía que usar una silla de ruedas luego de que le cortaron una pierna por no sé qué cosas de su enfermedad. Pero la verdad es que el abuelo era quien me cuidaba a mí.

Esa tarde, mientras me contaba no sé qué cosas sobre la Segunda Guerra Mundial, me dijo que lo que más extrañaba de cuando fue niño, como yo, eran los dulces de coco. Aquel día, para su fortuna –le dije, mi amiga Veva me había regalado una caja enorme de cocadas que había traído de sus vacaciones en Oaxaca. Entonces le dije, otra vez, que ése era su día de suerte. Y nos comimos todas las cocadas hasta hartarnos. Aún recuerdo su risa cuando, revolviendo mis cabellos, me pidió que nunca dijera lo que habíamos hecho.

 

(un regalito, Nené)

4 thoughts on “Toribio y los dulces

  • Me quedé así: o.0 Me gustó mucho, te mando un abrazote 😀

  • Kathia Alvarado dice:

    Dalina, me encantó!!

  • Pobre abuelo, pobre toribio, pobre pez.
    El cuento me traslada a mi infancia feliz. Con la imaginación construyes castillos en el aire, castillos que se derrumbarán pero que en su momento disfrutas , conviertes el mundo real a tu mundo fantástico.Él guardará el secreto y mas tarde le roerá la conciencia pero se escudará en lo prometido al abuelo.

    Me hizo reflexionar sobre la conducta humana en relación a las circunstancias y etapas de la vida: la ternura y la inocencia de la mente infantil, el deseo apremiante desencadenado por la misma enfermedad de comer dulces, de la mente senil, el conflicto que genera en los adulto resolver un evento inesperado ( sí esperado sin conocer el momento preciso)
    Me gustó mucho este cuento, me puso un poco nostálgica y reflexiva de la vida misma.

  • Darinka Ruiz dice:

    Me ha encantado.
    También me ha hecho reflexionar muchísimo acerca de como la inocencia de un niño no tiene límites, pero también de como podríamos querer ser niños de nuevos aunque nos cueste la vida.

    Gracias.

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