De lo cotidiano

Bitácora de Dalina Flores

Del insomnio y otros pájaros en la cabeza (o los efectos del Red bull nocturno)

I

El lugar más común del enamoramiento reside en asegurar que, al encontrar al ser amado, se ha encontrado la luz. Como si antes del amor todo estuviera en tinieblas. La luz que irradia el amado ataca la oscuridad y de pronto se «ve» la vida. Pero la verdad no es así: la luz del amado es como LSD, un espejismo. Una brillantez artificial que nos lleva a creer que vemos la realidad, pero lo que sucede es que la vemos distorsionada. Irreal. Y toda esa explicación pudiera ser científica si buscamos razones en las endorfinas, el hipotálamo y no sé que otros asuntos fisiológicos. Pero luego de un mes, un año o un siglo, esa discordante luz se apaga y regresa la neblina. Y el corazón se acurruca en el espacio más frío que le queda a la esperanza, y la vida toma, otra vez, su rumbo. Entonces queda la tristeza…

 

 

II

A veces la tristeza se hace tan gorda y tan imprecisa que parece nostalgia. Y no, es sólo tristeza. Tal vez se vino acompañando a la lluvia; o tal vez siempre ha estado dentro de mí y la lluvia se llevó las capas que la cubren. Pero ahí está: es una tristeza enorme, a la que no se le ve ni el principio ni el fin.Es como una capa de neblina que pone todo gris. Como si la lluvia quisiera arrastrar sus gotas por mi cara para hacerme creer que también lloro por ella.Pero la tristeza es reconfortante: siempre promete lo opuesto, así es que sólo debo esperar. Abrir los ojos. Respirar hondo. Observar el mundo con atención. Cerrar los ojos. Respirar despacio. Hurgar dentro de mí detenidamente. Repetir la tarea. Esperar. Quizás debo dejar de darme cuenta del tiempo. Dejar de ver de reojo las arrugas de mis manos. El dolor de mis dedos. Tal vez debería ponerme a escribir una historia donde ocurra la alegría, y dejar que su inercia me convoque. Quizás debería dejar de pensar.

 

 

III

Si pudiera suspender el tiempo, como las ideas, seguro dejaría colgando de una nube el momento preciso en que vi tu boca. Tu boca de labios apretados, de fruta prometida. Tu boca que conoce el sabor amargo de mi piel. Ordenaría el universo, estático, desde tu mirada; esa que apareció con tu sonrisa. Iría acomodando tus manos, con cuidado, en los lugares exactos de mi cuerpo. Me dejaría trazar por el punzón de tus ojos hasta llegar al lugar aquel en que dicen que vive el corazón. Me llenaría de ti para poder ver el mundo como tú. Para sentir en tu piel la brisa de la tarde. Para asaltar, con tus manos enlazadas, el amanecer. Y con tu paciencia podría salir a recorrer el universo, suspendido. Encontraría el aleph, ese punto único y extraño donde convergen tiempos y espacios milenarios, para sustraer de él todo lo que existe, y regalártelo. Construiría un nido clandestino para los recuerdos, ordenándolos como debieron suceder. Me quedaría con tu imagen fugitiva y, otra vez, la promesa inaudita de tu boca, sitio fiel que ha de habitar mi lengua para siempre.

 

IV

No puedo dormir. La noche se abalanza sobre mi cuerpo y me seduce. He tratado de resistirme huyendo hacia el sueño, pero con viscosidad la sombra se adhiere sobre mi piel. Su tacto tibio y su sabor de mar me llevan a extrañar el olor de tu cuerpo. El deseo de tu tacto me muerde. Y las horas siguen cayendo a mi lado, como gotas de grifo. Horas que sólo se pueden llenar ¿de tristeza?, ¿con tristeza?, y las dudas gramaticales regresan y dan vueltas: desfilan en ropa interior sobre el crepúsculo, deslizándose juguetonas por la silueta del cerro. Asaltaré la mañana, antes de que el sol ponga frente a mí el mismo espejo, y todo vuelva a empezar.

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