De lo cotidiano

Bitácora de Dalina Flores

Sobre lectura, compañía y lucha libre

Luna y yo leemos juntas desde que ella estaba en mi panza. Durante el último mes de embarazo, leímos Cien años de soledad y me la pasé llorando mientras leía; yo creo que por eso ella también salió chillonsona con los libros. De sus sollozos más recientes tiene la culpa un tal Guillén, (¿o los personajes de Roll of Thunder hear my cry?) No lo sé bien, pues ahora ella lee más rápido que yo.

Debo confesar que mi gusto por la literatura infantil, mi gusto real, no el teórico (pues siempre he dicho que cuando empecé a involucrarme en la promoción de la lectura, hace más de veinte años, mi acercamiento a lo infantil fue sólo a través de la teoría, de lo que me contaban los otros, de experimentaciones ajenas), bueno, decía que mi gusto real, pero sobre todo el descubrimiento del gran potencial de la literatura infantil surgió cuando leía con luna-bebé, luna-princesa, luna-rebelde, luna-dinosaurio, luna-dragón. Nuestras lecturas me hicieron darme cuenta de que ese prejuicio absurdo sobre la literatura infantil como ‘embrión literario’ –en el mejor de los casos, o como ‘cuentitos aleccionadores’, no se acerca para nada a la inconmensurable potencialidad de la expresión que implican algunos textos literarios infantiles.

Los textos pensados y producidos literariamente para niños son una explosión de posibilidades para disfrutar y explorar nuestros sentidos y nuestras emociones. Pero sobre todo, ofrecen a los adultos la posibilidad de ir acompañando el crecimiento emocional y cognitivo de los pequeños, desde su fascinación personal. Aún recuerdo nuestras risas cuando luna-bebé me explicaba las razones de la repentina ‘panza’ de la Princesa Ana; la indignación que se desbordaba en su mirada con la lectura de El higo más dulce, o sus carcajadas solitarias, ya en su etapa de rebelde, con las complicidades de Natacha. Los libros infantiles nos proporcionaron la plataforma para construir un diálogo que hoy es vital para hablar hasta de temas escabrosos con Luna-adolescente.

La literatura infantil, no me dejarán mentir sus lectores, es tan divertida, hermosa y compleja como cualquier otra propuesta literaria, pero además, en algunos casos, se acompaña de otras formas de lenguaje que han de acoplarse a la lectura lingüística para construir y dimensionar el sentido, como en los paradigmáticos álbumes del autor británico Anthony Browne. El libro-álbum prepara el camino para la interpretación de metáforas y alegorías que permitirán el desarrollo del pensamiento hipotético-deductivo estimulado por lecturas posteriores. Es un camino amigable hacia la construcción de imágenes que nos conducen a evocaciones de ideas, cosas, emociones, etc., para la configuración de nuestros mundos imaginarios.

Asimismo, la literatura infantil contemporánea es combativa y comprometida, ya que ofrece al lector (de cualquier edad) temas y tratamientos que lo llevan a la reflexión profunda, pero sin proyectar posturas paternalistas o dogmáticas, pues evidentemente su condición estética apunta hacia lo lúdico y placentero. En este sentido, es común reconocer historias cuyas imágenes funcionan como andamios para que el lector construya sus propios referentes y sus mundos interiores.

A propósito de este dimensionamiento del libro álbum, Luna y yo hemos tenido una experiencia de lectura que, sin ser niñas, nos ha remontado a la afabilidad y aspereza que encierra el mundo infantil. En Mi abuelo el luchador, de Antonio Ramos Revillas, el pequeño narrador cuenta las descomunales luchas que ha tenido que librar su abuelo Ignacio, a lo largo de su vida profesional.  A través de su mirada, los lectores vamos interiorizando no sólo las batallas en las que idealiza a su abuelo, sino también la relación afectiva que tienen ambos personajes.

Las extraordinarias ilustraciones de Rosana Mesa Zamudio matizan la historia, donde se ubican guiños muy precisos que hacen referencia al mundo de las luchas y sus grandes héroes. Ambas narrativas, lingüística y plástica, hacen del diseño un juego que invita al lector a ‘sentirse’ parte de esta tradición de la cultura popular mexicana.

Sin embargo, cuando parecería que la historia se centrará en la hiperbolización de la figura del abuelo, en un giro muy efectivo, el narrador focaliza emocionalmente la historia al revelar la batalla más cruenta que tuvo que enfrentar el luchador. Esta narración se convierte en el centro del relato y de ella se deriva información que hace del texto un planteamiento totalmente redondo.

La descripción precisa y rápida del mundo de las arenas de lucha libre, las referencias a las películas de ‘El enmascarado de plata’ y sus enfrentamientos contra vampiros, hombres lobo y el terrible doctor Landú, de pronto, no son nada comparado con la más grande batalla del corazón que el abuelo tuvo que enfrentar cuando aún no era el hombre más fuerte del mundo.

Con precisión narrativa, Antonio Ramos nos lleva a recorrer esa aventura donde el abuelo, aún niño, se enfrenta con determinación y galanura a la batalla cuyo desenlace nos llevó, a Luna y a mí, a charlar sobre el amor, los chicos y las emociones. Luna cree que los galanes capaces de luchar como el abuelo Ignacio sólo son cosas del pasado (pues existen en la infancia); pero la mamá de Luna sabe que esos caballeros arrojados y valientes, capaces de enfrentar a todos los monstruos marinos o las rabietas de una mujer que quiere un librero nuevo, son parte de nuestra vida cotidiana. Y es ese cachito de esperanza lo que nos hace seguir creyendo y disfrutando juntas las historias literarias.

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