De lo cotidiano

Bitácora de Dalina Flores

Algo sobre la diversidad

Me parece que una de las ventajas, y de los más grandes aciertos, que practican algunos autores de literatura infantil y juvenil contemporánea es haber dejado a un lado su afán didáctico y moralizador sin descuidar el compromiso con la construcción de la comunidad. Había estado queriendo escribir al respecto pues cada que leo una novela de Javier Malpica, me queda más claro que algunas de las propuesta que, en el mundo académico y editorial, se consideran como LIJ deberían ser material estético disponible y altamente recomendable para cualquier lector; aunque muchos lectores formales ya somos adultos, no todos tenemos las competencias para leer literariamente, ni para enredarnos en complejidades temáticas que estos universos literarios proponen.

Las novelas infantiles y juveniles de Javier detonan reflexiones que van más allá de la anécdota y nos llevan a cuestionar nuestros paradigmas y las prácticas con que los refrendamos. Particularmente, en Para Nina y Cosas que los adultos no pueden entender, sin ser necesariamente didácticas, estas ficciones confrontan los arquetipos con los que nos han enseñado (padres, maestros, sistema) a vivir y concebir nuestra sexualidad. Creo que son lecturas obligadas no sólo para primeros lectores, sino para todo aquel en busca de una experiencia estética, y de participación en la construcción del sentido.

A propósito de estas reflexiones, acabo de leer una nota de mi querida Raquel Castro, en su columna País de maravillas, de La Jornada Aguascalientes, donde recomienda la lectura de un libro que de inmediato se antoja como uno de esos textos imprescindibles: De los gustos y otras cosas. Al presentarlo, con su divertido estilo, Raquel se echa un clavado en su pasado para plantear lo cotidiano que resultan todas las dudas sobre la identidad y las posibilidades de ver el mundo a través de la diversidad. Eso me llevó a recordar cómo me sentí, de chavita, cuando me di cuenta de que el mundo era tan peculiar.

Como Raquel, me vinieron a la mente una serie de recuerdos (y lo peor –o mejor, quién sabe- emociones) sobre eventos que, sin avisar, pusieron en crisis las ideas que había aprendido a mis cortos trece años. En esa época solíamos visitar a mis abuelos en un pueblito de Chiapas cercano a Tapachula. Yo acababa de entrar a la secundaria y, en una de esas visitas, le pareció a mis tíos (tendrían unos dieciocho o veinte años) que era buena idea llevarnos a la ciudad a un antro para bailar (mis tíos son súper bailadores. Incluso mi tía bailó para el Tropicana, pero tuvo que renunciar cuando mi abuelita fue a su debut y no reconoció a la vieja encuerada que se retorcía en el escenario con frutas en la cabeza y que se parecía mucho a su hija. En fin, esa es otra historia). Nos fuimos, pues, a Tapachula y en cuanto llegamos al antro vimos que, detrás de nosotros venía el hombre más guapo del universo, en una moto. Nos seguía desde Escuintla y cuando nos vio parar se detuvo con toda su comitiva.

Mientras mi tía se acercaba a la entrada para arreglar que nos dejaran pasar (a mis hermanos y a mí que éramos morrillos), el hombre más guapo del mundo se acercó a saludarla. No sé qué hicieron pero mi tía regresó al auto y nos dijo que todo estaba listo: podíamos entrar. Dijo que quien la saludó (no entendí su nombre) era familiar del dueño y dio indicaciones para que entráramos sin sobresaltos. Obviamente yo me emocioné como quinceañera que ve a Justin Bieber (a pesar de mis trece) y le pedí a mi tía que me lo presentara… Ella se murió de risa y me preguntó: ¿en serio te gusta?, y yo, como la buena fangirl que soy desde entonces, le dije que sí, que estaba enamorada, que era John Lennon en persona…

No era muy alto. Medía como 1:60 y era muy delgado. Su cara tenía rasgos orientales que, sin dejar de ser suaves, eran angulosos. Unos labios muy finos que mordía, a veces, mientras hablaba, le daban equilibrio a su pálido rostro. Yo lo veía desde lejos y presionaba a mi tía para que me llevara a su mesa.

Nunca me llevó; y yo lo veía pasear de un lado a otro del lugar y se me caía la baba sólo de ver su forma de caminar. Aún recuerdo su camisa, verde olivo, y sus pantalones blancos. Supongo que todo el tiempo lo veía como idiota. Cuando uno es chavita no tiene tantos recursos para disimular una atracción. Mi tía se había perdido entre la pista de baile y yo la buscaba para que fuéramos a la mesa del ‘chico de mi sueños’.

De pronto, ya no vi a nadie: ni a mis hermanos, ni a mis tíos ni a él. Y la angustia me hizo sentir una pestaña en un ojo. Tuve que ir al baño para verme en el espejo. Estaba inspiradísima tratando de sacar mi pestaña cuando, sin saber cómo, vi que el chico más guapo del mundo salió de uno de los cubículos del baño, directo hacia mí. Al acercarse, neta, parece escena de telenovela, pero es verdad, tomó con sutileza mi barbilla y me dijo: ¿qué te pasa, preciosa? Como pude (me estaba infartando: salió de un baño de niñas, tenía voz de niña) le dije que tenía una basurita en el ojo. Ella se acercó tanto a mí que me quedé sin aliento. A pesar de ser ella seguía siendo el chico más atractivo y encantador del universo. Y en voz muy baja, y muy cerquita, sin soltar mi barbilla, me dijo: yo lo único que veo son dos bellos ojos. Su cara estaba a dos centímetros de la mía y mi respiración era la de un caballo al terminar su cuarto de milla. Entonces, no sé por qué extraña ¿providencia?, mi tía entró y, muerta de risa, dijo: vaya, veo que ya se conocieron. Nena, ella es Blanca; Blanca, ella es mi sobrina, y mejor ni te le acerques.

La historia no termina ahí. Algún día seguramente se irá a fabular el espacio de un cuento, pero creo que si entonces hubiera tenido libros como los de Javier Malpica, o de Marcela Arévalo, o de otros tantos escritores contemporáneos que apuestan por la inteligencia de sus lectores a través de la confrontación de los modelos que nos arraigan en la comodidad de la costumbre, por lo menos me hubiera sentido acompañada o menos perdida.

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