Un poco de ajo para no morir en el intento
El jueves pasado me reuní con dos de las mujeres más encantadoras e inteligentes que conozco, para revisar un proyecto de publicación que tenemos, pero no sé cómo nos pusimos fúnebres, y terminamos hablando del cáncer y de la muerte. Y mientras manejaba de regreso a mi casa, fui pensando en que debería cocinar algo nutritivo, pues según nuestras conclusiones, el secreto de la vida saludable es la alimentación. Sin embargo, en el camino me tocó un embotellamiento terrible causado por un accidente (un tráiler dejó caer miles –bueno, no tantos, rollos de lámina por toda la carretera), así es que tampoco tenía mucho tiempo para cocinar antes de que Luna llegara de la escuela.
Entonces, mientras avanzaba lentamente, fui pensando en qué podría preparar en quince minutos, pues las manecillas del reloj se apresuraban y el automóvil seguía a paso de tortuga. Como es bien sabido, no hay nada mejor que un embotellamiento de tránsito para convocar a los fantasmas del pasado, y recordé que hace mil millones de años, cuando estaba estudiando en México, vivía con una amiga que era pintora, y su novio italiano, Marco, me dio la receta más deliciosa y rápida para preparar un espagueti de rechupete.
Debo decir, además, que no sólo se prepara en un tris, también es híper barata. En esa época (espero que mi madre no lea esta nota o se enterará del origen –seguramente, de mi trombocitopenia y mis epistaxis y esas cosas terribles que me hicieron abandonar la divina ciudad de México), mis padres me daban dinero para comprar víveres que me alimentaran durante toda la semana, pero todo el mundo sabe que las prioridades de una estudiante de Letras no son precisamente los vegetales ni los pescados. Entonces, para el martes, ya había gastado casi todo mi presupuesto en libros, cigarros, chicles y todo tipo de dulces… ah, y naranjas.
El asunto es que de miércoles a viernes, me la pasaba comiendo huevos duros, espagueti hervido y atún…. ah, y naranjas. Pero cuando llegaron los italianos, nuestra vida cambió radicalmente (ya en otra historia les contaré sobre su peculiar costumbre de nalguear a la gente): en primer lugar, nos dijeron que en una cocina puede faltar todo, menos aceite de olivo, pimienta y sal de grano. Claro que hay muchos tipos y marcas de aceite oliviano (y de ahí que sus precios sean muy variados), y también me he dado cuenta de que el más caro (extra-extra-híper-mega-virgen) es el más rico. Algunos no son tan deliciosos. (Acá va el comercial: el mejor que he probado en México es el Borges extravirgen, el de botellita verde).
Así es que tomen nota, chicos: el aceite, la pimienta y la sal. Bueno, les diré, antes de seguir con esta historia, que en vista de que algunos muy queridos alumnos se la pasan quejándose toda la vida de que no saben cocinar y luego llegan a sus casas y no está su abnegada madre esperándolos con un suculento manjar, le prometí a uno de ellos que diseñaría un taller de Literatura y cocina, en el que aprendieran a preparar comidas fáciles y rápidas, a través de recorridos literarios. Pero como este verano tengo un millón de asuntos que resolver, creo que ese taller deberá guardarse en el cajón de los asuntos urgentes, pero postergables (me choca que mi vida esté repleta de este tipo de tareas), y por eso he decidido hacer estas notas para compartirles un par de recetas rápidas, aunque por lo pronto, nos olvidemos de lo literario.
Les decía: llegaron los italianos, Marco y Corrado, con su alegría y su bulla, a volver loca nuestra cocina. Y una vez que Marco vio que estaba hirviendo espagueti para comérmelo tal cual (bueno, la verdad, no me haré la mártir: me encanta la pasta sola), al ver el proceso que yo seguía (que era el que mi abuela le enseñó a mi madre y que yo aprendí observando), se infartó: ‘¿Pero qué cosa te paaaaaaasa, Daliiiiiina, qué estás haciendo con ese aceite?’ Y bueno, confesaré: originalmente yo llenaba una olla grande, a la mitad, con agua. Le agregaba un pedazo de cebolla, un diente (dientito, diría mi madre) de ajo, tres hojas deshidratadas de laurel, un chorrito de aceite (para que no se pegara) y un paquete de pasta para espagueti (partidos a la mitad: ja, ya sé; dirán: naquilla). Y no, Marco casi me mata por andar desperdiciando ingredientes a lo tonto. Así es que borren de su mente el proceso anterior.
Me dijo: ‘mira, pedazo de zopenca: lo que tienes que hacer para lograr un dente impecable es poner a hervir agua en la olla. Y hasta que esté hirviendo, sólo entonces (ojo con esto porque es vital para la consistencia de tu espagueti), agregas la pasta, sin nada extra. Dejas que pasen diez minutos (generalmente son doce, pero depende de las condiciones atmosféricas de la zona….[o sea, era sociólogo y sabía de condiciones atmosféricas y esas cosas]) y sacas, con un tenedor, una tirita; inmediatamente la avientas hacia el techo. Si se queda pegada, entonces está lista tu pasta. Si se cae, aún le faltan algunos minutos y deberás repetir la acción un par de veces más hasta que logres pegar un espagueti en el techo’. Créanme que esta es la parte más divertida de la preparación de la pasta (es donde Luna me ayuda). Los que han visitado mi cocina ahora saben el secreto de esas marcas, como gusanitos, que decoran el techo. ‘Una vez que está lista, la sacas del hervor inmediatamente y la cuelas (puedes usar una coladera de aluminio, pero con una de plástico, grande, funciona). Todo esto debe ser muy rápido: aún no has terminado de quitar el agua hirviendo, y ya la debes poner bajo el chorro del grifo para que se ‘pasme’. En cuanto se enfríe, la sacas del chorro’. Este proceso es, créanme, infalible, para cualquier tipo de pasta. Pero para el Al oleo que les diré ahora mismo, es indispensable, también:
- 5 a 10 dientes de ajo (según sea su condición antivampírica)
- ¼ de taza de aceite de olivo (la verdad es que es al gusto. Mi madre le pone miles de millones de litros y yo no tantos)
- pimienta negra (muchita si les gusta tanto como a Luna)
- sal en grano con yerbas finas (o hierbas, según prefieran escribir)
Acá debo acotar que mi querida amiga Sux siempre descubre cosas bien padres, de todos tipos (así, random) y ella me presentó una marca (otro comercial: Carmencita) de especias enteras que vienen en una presentación con molinillo integrado, entonces es una delicia tener pimientas negras o blancas enteras y recién molerlas sobre tus platillos. Bueno, si consiguen estas presentaciones, tienen la vida resuelta.
La preparación es lo más fácil del universo, pero deben cuidar que el aceite no se queme porque, ya les platicaré después, se le saturan las cuestiones que no debieran estar saturadas y termina causando más perjuicios que beneficios (y se amarga). En una sartén o recipiente que tenga profundidad suficiente, se pone el aceite y se agregan los ajos picados finamente (aunque a los italianos les encantan en trozos grandes y más de 15 dientes), hasta que queden doraditos, sin llegar a muuuy dorados; se busca que queden, más bien, con consistencia acitronada. Una vez que se saltearon los ajos, se añade la pasta. Se mezcla de vez en cuando y se van agregando la sal con finas hierbas y la pimienta. En este proceso no deben pasar más de cinco minutos. Y ya. Lixtísimo.
Se puede servir solo, así, tal cual, como le gusta a Luna y a Sergio, con un top de queso (de Chiapas, o de donde sea) rallado. A mí me encanta con calabazas o setas (de las que próximamente les daré alguna receta). Este platillo, además, es efectivísimo para mantener alejados a los vampiros, por lo menos durante dos semanas. Ahora que si quieres brillar en el sol y hacerte hiper ñoñillo y cursi por los siglos de los siglos, aléjate de inmediato. Sé que hay gente a la que no le gusta el ajo. Bueno, en serio: inténtenlo. Antes de entonces, yo odiaba el ajo.
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