De lo cotidiano

Bitácora de Dalina Flores

Contra la educación capitalista  

El problema de la escuela es que nos prepara para ser productivos y no para ser felices. Y muchas veces, los padres también nos preocupamos más por que nuestros hijos sepan hacer algo ‘bueno’ para su propia existencia, sin darnos cuenta de que lo que consideramos adecuado para ellos, tal vez, es algo que los esclaviza o los incomoda. Nunca, en la historia de la humanidad, los niños han tenido voz para demandar lo que quisieran; y los adultos argumentamos que ellos no saben lo que quieren porque no tienen experiencia. Nosotros sí sabemos lo que necesitan, aunque no sea precisamente lo que quieren, ni lo que podría ser más valioso para su felicidad individual y colectiva.

La educación tradicional, de enfoque capitalista, nos ha vendido la idea de que para tener éxito debemos ser y poseer más que los demás. No ser del montón. Es necesario sobresalir para demostrar quién es quien vale en el mundo. Entonces, nuestra formación académica se nos va en tratar de probar por todos los medios que somos los mejores. Los únicos. Los indispensables. Y el sistema educativo prepara el escenario: competencias, certámenes, miniolimpiadas y toda una serie de pruebas encaminadas a desensibilizarnos hacia el otro. No importa quiénes son y en qué condiciones están los demás. Lo importante es sobresalir y si para ello nos tenemos que llevar a alguien entre las patas, bueno, ni modo. Este mundo pertenece a los más fuertes.

Frente a esta tendencia, poco a poco, se van desarrollando dos perspectivas que son desalentadoras: por un lado, competimos con los otros y con nosotros mismos para mantenernos al nivel que nos exige el contexto. Nuestros oficios llegan a convertirse en una carga que no se disfruta, pero en la que se tiene que realizar día a día una gran inversión (para mantenernos a flote); nos formaron para eso: obedecer sin cuestionar. Nos fueron modelando como si fuéramos de arcilla para insertarnos amigablemente en el engranaje de producción predominante. Sin embargo, esta actitud no es sostenible para siempre (y menos ahora en México con las reformas a la seguridad social). Educados en este capitalismo ramplón que sostiene el utilitarismo (y viceversa), cuando dejamos de ser productivos y útiles para el sistema, nos convertimos en seres humanos desechables. Por eso estas generaciones de la cultura judeocristiana occidental no toleran a los viejitos.

Por otra parte, esta actitud beligerante nos va enquistando en una especie de tumorcillo que nos predispone al egoísmo, y condiciona nuestra actitud cerrada y obcecada hacia los otros. Si acaso nos interesan es porque nos pueden servir de algo. Quien no aporta nada, es como si no existiera. Y en esta tendencia arrollamos también a la Naturaleza; no nos importa su devastación, si no estaremos ahí para sufrirla. Al llegar a este punto, en mis clases de Didáctica, les pido a mis alumnos que imaginen que en ese preciso momento quedamos confinados a permanecer para siempre en el salón. No hay rutas de escape ni poseemos ninguna otra cosa además de las que traemos. Yo siempre llevo café y por eso resulto un poco privilegiada en ese ejercicio. Algún otro tiene comida o agua. Otros más tienen dinero que, en este hipotético caso, no sirve para nada. Sabemos que se nos terminarán los insumos, que podemos repartirlos en partes iguales o manipular a los otros a partir de nuestras pequeñas posesiones. ¿Y luego? Nuestros días finales podrían ser violentísimos, de insomnio y desconfianza, cuidándonos de no ser asesinados para servir de alimento a los más fuertes, lo que sin remedio conducirá a los ‘vencedores’ a una soledad terrible. O podríamos ponernos a pintar en el pizarrón, a inventar canciones, contarnos cuentos, acariciarnos el cabello, mientras llega la inexorable muerte.

La educación capitalista, sin duda, nos prepara para el primer escenario de rapiña y desconfianza. En cambio, una educación altruista y solidaria nos permitirá hacer surgir, no de forma impuesta desde afuera, sino desde el centro de las entrañas, una actitud de aprecio por los otros y por nosotros mismos, ¿para qué necesitamos competir si todos somos diferentes porque, precisamente por eso, somos iguales?

La mayoría de las opciones educativas en México, lamentablemente, ni siquiera se han cuestionado sobre los daños colaterales que generan sus estrategias conductuales tradicionalistas. Y tenemos que preparar a nuestros niños para poder moverse en las realidades que esta educación genera; sin embargo, como padres, también tenemos la alternativa de promover una visión incluyente y solidaria, cuando convivimos y formamos a nuestros hijos, para ir gestando un cambio de actitud paulatino. Sé que podemos pensar que tenemos que hacer que nuestros niños sean fuertes y gandayas para garantizar su prevalencia; sin embargo, eso seguiría coadyuvando a la legitimación de la competencia feroz y destructiva. Hace algunos años, en una conferencia que dictó Carlos Montemayor en la UANL, él nos dijo que era necesario definir lo que necesitamos en la formación universitaria: seres humanos que sigan insertándose en un engranaje social que, evidentemente, no funciona; o seres humanos sensibles y críticos capaces de transformar lo que no funciona del entorno.

Como padres de familia tenemos muchas tareas, pero también múltiples posibilidades de acompañar a nuestros hijos en su formación académica. Podemos empezar a discutir la rigidez de las actividades escolares, mostrarles opciones distintas en casa. Para enriquecer su formación, independientemente de la escuela, deberíamos ofrecerles estímulos varios y experiencias sensibles a través del arte (en todos los sentidos, como público y creador) y el contacto con la naturaleza. Cada padre tendría que conversar mucho con sus hijos para conocerlos y aportarles vías más o menos cálidas y seguras para ser felices, pero sobre todo para que puedan estar en el mundo disfrutando lo que tienen y construyendo civilizaciones en armonía.

Sé que se lee como utopía; pero yo prefiero vivir sabiendo que se puede cambiar el mundo, imaginando y construyendo posibilidades, aunque no tenga vida suficiente para ver esos cambios, o aunque no los hagamos suceder.

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