Historia de una transformación
(O de la Santa Patrona del deber ser lingüístico y literario al ‘cuántas maravillas me he perdido por miamora’)
Antes de relatar la historia de esta transformación, debo esclarecer el incidente que dio origen al adjetivo del subtítulo: cuando Luna cumplió dos años, alguien le regaló un Piolín de peluche. A ella le fascinaba; a mí siempre me ha caído gordísimo (prefiero, por mucho, a Silvestre), así es que más de una vez me referí a él como ‘el pollito mamón’. Claro que yo juraba que eso no afectaba para nada a mi bebé. El asunto es que una vez que el Piolín andaba perdido, al encontrarlo, le dije: ¡Mira: Piolín!, y ella exclamó con alegría: ¡El pollito mamón! Yo no sabía si reírme, porque créanme que es muy simpático escuchar a una bebé de dos años diciendo esas leperadas, o infartarme por lo mismo. Lo que sí fue que me sorprendió muchísimo lo que dijo y le pregunté, medio escandalizada y divertida, qué era lo que había dicho. Ella me dijo: ah, es Piolín, el pollito ‘miamor’… y repitió: dije ‘miamor’. Eso nos dio todavía más risa y desde entonces, cada vez que queremos usar ese adjetivo, usamos el lindo eufemismo acuñado por la Luna-bebé.
Resulta que cuando egresé de la licenciatura yo estaba súper casada con la normatividad lingüística, lo que me hacía intolerante en extremo a todas las incorrecciones escritas, pero también a las orales. Incluso, en esa época, llegué al extremo de miamorez al asegurar que no podía tener como amigo a alguien que tuviera mala ortografía. Al principio, para no morir de un ataque de bilis verde, decidí que si alguien no era mi alumno o de mi familia directa, no tendría por qué corregirlo. Aún así, vivía haciendo entripados horribles. El colmo para mí era que, cuando llevaba a Luna al parque, me dijera con su vocecita de bebé, al subirse a los columpios: mami, ¿me das pushe? Obviamente, me salían todos los diablos que azuzaban mi ira (pero que afortunadamente controlaba) y le decía: Nona, ¿qué es eso de pushe?, en español se dice ¿me meces?, ¿de acuerdo? La pobre me miraba seriamente y decía que sí con la cabeza. Lo mismo pasaba cuando me preguntaba qué le había puesto de lonche. Después de tres infartos al miocardio, le explicaba: si vas a usar anglicismos, no los deformes tan atrozmente; además, es preferible que lo digas en español: usa vianda o almuerzo, chaparrita.
Cuando mi mamá me escuchaba explicarle estas cuestiones (además de otras relativas al lenguaje) me decía que no molestara a la bebé con esas cosas que ni entendía, pero yo creo que siempre me entendió. Poco a poco ella fue regulando el uso de su lengua y algunas veces me decía: mami, ¿me das pushe?… ah, no, perdón, contigo es ¿me meces?
Realmente su capacidad para adecuarse a todos los contextos (supongo que cuando la pobre salió con la miamorada de atreverse a decir vianda, en vez de lonche, en su escuela, no le quedaron ganas de volver a decirle así, y siguió usando lonche) fue lo que me hizo reconsiderar mi inflexibilidad; pero también contribuyó el haber encontrado en mi camino a una de las maestras más significativas y encantadoras que he tenido en la vida: Lidia Rodríguez Alfano.
Cuando llegué a Monterrey, venía casi desempacada de la UNAM donde hay (o había) una tradición lingüística muy rígida y ortodoxa, por lo que mi postura inflexible era muy clara. Los estudiantes nos sentíamos paladines de LA LENGUA, los defensores irredentos, incapaces de renunciar a las delicias de la normatividad y del buen decir. El estudio de la lengua, para mí, era un asunto teórico ejemplar y modelizante que debía imponer y proteger las tendencias «legítimas» de un uso (el prestigioso), sin cuestionar su nivel de colonización. Es decir: la defensa de las formas «correctas» de la lengua, sin querer, abonaba a la legitimación de un sistema lingüístico dominante.
Además de interminables entripados y corajes de todo tipo, esa actitud no me dejó nada, sobre todo después de que tuve la fortuna de cursar mi primera clase en la maestría en Letras con Lidia Rodríguez Alfano. Encontrarla en mi vida académica fue como vivir el encontronazo de dos trenes que chocan de frente. Una sacudida. Las clases con la doctora Rodríguez me enseñaron que lo interesante de la lengua es describirla y tratar de comprender sus procesos. La lengua entendida como entidad viva que se transforma, que proyecta la ideología y la idiosincrasia de una cultura y que construye (o destruye comunidades –preguntemos al lenguaje periodístico).
El estudio de la lengua en acción se convirtió, entonces, en un fenómeno lleno de sorpresas que había que desentrañar y no una materia fría y dura como el cemento. La mirada de mi querida maestra me enseñó que detrás (debajo, sobre) la enunciación están configurados un gran número de procesos socioculturales que determinan nuestras relaciones. Gracias a la flexibilidad y diversidad de la lengua descubrí que, aunque no es el ropaje del pensamiento, su manifestación permite profundizar en los procesos cognitivos que construyen la plataforma para el aprendizaje. Pero lo que más me gusta de esta actitud frente a los estudios lingüísticos es que su abordaje es muy divertido y esclarecedor para comprender el mundo en que estamos inmersos. Creo que nunca me habría permitido gozar y vivir la lengua si no hubiera encontrado a la doctora Rodríguez en mi camino. A veces, cuando me preguntan, he dicho que lo poco o mucho que he aprendido en la vida académica se la debo a las investigaciones que realicé para obtener los grados, pero la verdad es que sin maestros como ella, que guían, retan y estimulan, ninguna investigación daría los frutos que esperamos.
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Qué confortable es leerte, entender aunque poco lo que explicas en relación al lenguaje como algo vivo y en transformación constante.Yo siendo de Chiapas acostumbraba hablar como lo hacía en mi lugar de origen, pero al llegar a la universidad (UNAM) era objeto de mofa mi manera de hablar, claro como universitaria corregía las palabras que podía y me preocupaba por no cometer errores hablando con mi dialecto. Lo perdí casi todo, ahora extraño como me expresaba, tan es así que cuando voy a mi terruño, disfruto la manera de hablar de mis coterráneos y cuando regreso donde actualmente resido (MTY) alguien me dicen que vengo «hablando chiapaneco».