De lo cotidiano

Bitácora de Dalina Flores

Como andar en bicicleta

Lo que nos ha permitido permanecer y crecer como civilización es nuestra capacidad para comunicarnos. A lo largo de la historia, el ser humano ha ideado formas de que este proceso sea más complejo, pero también más eficaz.

Si bien la comunicación escrita, en cada una de las lenguas gráficas que existen en este planeta, se apega a una serie de reglas arbitrarias, esta estructura es fundamental para que el sentido (tan amplio y tan ambiguo) de las ideas que genera el pensamiento puedan expresarse.

El controvertido filósofo Ludwig Wittgenstein asegura en su Tractatus: “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo” y esta aseveración ha generado todo tipo de discusiones entre filósofos, sociólogos, psicólogos, lingüistas, etc., porque pareciera que alguien cuyo lenguaje es limitado, tendrá también un mundo limitado. Sin embargo, si nos remitimos a la analogía del vaso medio lleno o medio vacío, y partimos de la idea de que la lengua, como uno de los sistemas lingüísticos que tenemos, no es la forma física del pensamiento, pero sí un recurso para construir y reconstruir nuestros universos, también podríamos reconocer la verdad que encierra: entre mayor sea el dominio de la herramienta que tenemos para proyectarnos, mayores serán las experiencias vitales que tendremos y que podremos construir. De ahí la necesidad imprescindible de ser un usuario de la lengua creativo, inteligente, informado y competente. Y sólo podemos hacerlo entre mayor sea nuestro conocimiento de ese sistema.

Paradójicamente, en la enseñanza tradicional de lengua, en todos los niveles escolares, los programas enfatizan la necesidad de tener una asignatura de español, pero no siempre se logran los resultados esperados. Como docentes de nivel superior, nos percatamos continuamente del alto déficit que tienen nuestros alumnos para redactar, argumentar y ser claros con sus ideas. Es decir, la enseñanza sistemática de la lengua, a lo largo de más de 12 años de formación, no ha otorgado a los estudiantes las herramientas para tener una comunicación efectiva.

Son muchas las variables que generan esta tendencia, una de las principales es que los libros de texto y manuales que se utilizan para esta tarea se asocian con aspectos gramaticales muy duros, (algunos de ellos son manuales españoles –yo aprendí con los de Manuel Seco y Samuel Gili Gaya) con rudeza lingüística y terminología especializada que, lejos de acercarnos al fenómeno, nos hacen odiar la escritura.

Cuando era adolescente me encantaba escribir (creo que a todos nos encanta a esa edad), pero no nos gusta la ortografía, ni las reglas y prácticamente queremos escribir tal y como hablamos (¿sí saben cómo? – de hecho, es un recurso del estilo que es muy difícil de poner en papel), no necesariamente como rasgo de estilo, sino por su inmediatez y nula revisión. Lo que decimos, una vez que ha sido dicho, no se puede corregir. Y creemos que escribir es igual. Para nada.

Considero, igual que muchos profesores de lengua, que lo que hace a un escritor magistral no es la textualización, sino la planeación y la revisión del escrito. Para hacer lo primero, escribir, no necesitamos más que conocer las letras, cómo forman palabras y saber trazarlas o elegirlas de un teclado. Pero para planear y corregir un texto necesitamos desarrollar habilidades superiores que se adquieren a través de nuestra capacidad de reflexionar sobre el proceso que implica la escritura. Es decir, una función metacognitiva asociada a la metalingüística.

Visto así, con estas palabrejas, podríamos creer que ya empezó a descomponerse el asunto, pero no. Realmente lo que quiero decir es que es indispensable la conciencia de lo que queremos decir, la conciencia de las ideas y de la forma en que las queremos comunicar; para ello necesitamos conocer las estructuras y reglas de cada una de las lenguas en que queramos comunicarnos. Lo bueno y divertido es que son pocas (las reglas) y si nos acercamos a ellas a través de textos dinámicos e inteligentes, la experiencia puede ser muy placentera, y no sólo eficiente.

Escribir es como andar en bicicleta: una vez que dominamos la técnica, después lo hacemos muy bien sin darnos cuenta de cómo lo hacemos; pero también, la única manera de aprender a hacerlo es haciéndolo (escribir y andar en bici). Y qué mejor si en nuestra práctica diaria contamos con las herramientas ideales para progresar en nuestro proceso de escritura. El manual de escritura que Robertha Leal-Isida y Dolores Sáenz han ideado, con ejercicios guiados, información fundamental y explicaciones adecuadas y sencillas, nos da las herramientas para que nuestras aventuras escriturales sean muy eficaces.

Escritura funcional. De la oración al párrafo tiene una ventaja muy evidente sobre la mayoría de los libros, cuadernos de trabajo y manuales de Redacción: el equilibrio entre su lenguaje aparentemente claro y sencillo, hasta jovial, y la fundamentación de sus explicaciones sobre las formas gramaticales y sintácticas que proponen.

Por otra parte, inmiscuirse en este texto significa ponerse a jugar un poco. Muchos de los ejercicios que ellas proponen son como rompecabezas o sudokus que el lector tiene que ir completando con base en su propia reflexión y propuestas lingüísticas. Las autoras se dirigen directamente a un “tú” lector y lo invitan a seguir los ejercicios y después de la realización, lo conducen a encontrar las características del proceso de escritura que se trabaja. Para hacer que la conciencia lingüística sea más clara, las autoras analizan muestras de textos multidisciplinarios publicados, es decir, se sirven del análisis de la ‘lengua viva’, puesta en escena, para explicar cómo funcionan las diversas estructuras, y con ello aportan al lector/practicante información que incrementa su cultura general.

Debo confesar, con riesgo de parecer ñoña, que la parte que más me gustó es la que nos muestra la función de las subordinaciones. Me divertí mucho encontrando los equivalentes adjetivos, o la sustantivación de los objetos directos estructurados como oraciones subordinadas. También es divertida y funcional la sección en que nos invitan a reconocer los usos adecuados e inadecuados del gerundio; pero sobre todo, el apartado que aborda los marcadores discursivos así como la organización y estilos de los párrafos.

El libro que nos ofrecen Leal-Isida y Sáenz no es un mero curso de gramática, sino un estímulo guiado para trabajar incluso de forma autodidacta, pues incluyen explicaciones muy puntuales y pequeñas rúbricas de autoevaluación. Los contenidos van desde la estructura y función de las palabras, las oraciones simples y compuestas, la concordancia, el párrafo, el texto, hasta los niveles morfológicos, como la acentuación y la ortografía). Por lo anterior, podría asegurar que las autoras establecen con éxito y pericia una conexión entre la morfosintaxis y la creación de textos, como escritura funcional.

Hace un momento dije que me encantaba escribir cuando era adolescente. En la secundaria, tuve mis clases y un maestro maravilloso, a quien decíamos Chavo porque se llamaba Salvador, nos hacía escribir muchísimo y nos pedía que no nos fijáramos en la ortografía. Después, él nos hacía comentarios sobre el contenido y subrayaba las frases que creía que tenían problemas; luego nos pedía que nosotros mismos nos diéramos cuenta de por qué no funcionaban. Esa práctica tan aparentemente insignificante, detonó mi gusto por analizar el lenguaje, pero más allá de eso, nadie me enseñó realmente cómo escribir, hasta que lo medio inferí en mi Curso Superior de Español, en la Facultad. Este libro, por tanto, ofrece a los que se inician en el gusto por la lengua y la escritura una guía práctica para que el proceso de reflexión y apropiación de la lengua escrita sea progresivo y ameno, de manera que logren una escritura poderosa y dinámica (y eviten las dobles adjetivaciones, por ejemplo).

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