La costura de mis Guerras mundiales
Mientras revisaba una tarea que les dejé a mis alumnos de Metodología de la investigación lingüística y literaria, me di cuenta de que uno de ellos consultó mi tesis de maestría y citó algo que escribí, que ahora me parece rarísimo e inapropiado. En alguna parte, mi investigación dice que el hombre, desde siempre, ha necesitado comunicarse. Y claro que me refería a la especie y no al género, pero diez años después me parece que hay muchas maneras de hacer alusión a la humanidad y no desde ese término que resulta para muchas mujeres excluyente. Sin embargo, desde los procesos cognitivos y fisiológicos, nos guste o no, hombres y mujeres somos diferentes y por ello nuestras funciones, de alguna manera, nos determinan.
Quizás le parezca ofensivo a los fundamentalistas pero, a pesar de que creo profundamente en la equidad, también estoy convencida de que los hombres y las mujeres tenemos diferencias elementales y maravillosas. Más allá de las condiciones particulares de cada persona, nuestros genitales, por ejemplo, poseen características distintivas que nos llevan a emplearlos de diferentes maneras aunque el fin último sea el placer, la reproducción y claro, la micción. Estas funciones determinan asimismo ciertos estereotipos: los hombres orinan de pie y las mujeres sentadas; por supuesto que cualquier varón puede hacerlo sentado y las mujeres, con un poco de malabares, también lo podemos hacer de pie. No obstante, la cultura, la tradición y nuestra propia fisiología nos orilla a ciertas prácticas o tendencias. Los estereotipos, de hecho, se basan en conductas repetidas que terminan por asociarse con ciertos individuos.
A pesar de que en la actualidad se lucha por igualar las condiciones de hombres y mujeres, no podemos soslayar que somos diferentes y, por ello, vemos la vida y reaccionamos de formas muy distintas. Algunas investigaciones realizadas por lingüistas, neurólogos y psicólogos han llegado a la conclusión de que los cerebros masculinos y femeninos presentan diferencias asociadas con su sexo. Kathleen Kimura, investigadora de la Universidad de California, realizó unas pruebas muy interesantes que la llevaron a concluir que los estrógenos estimulan el hipotálamo de manera que éste provoca un mayor crecimiento del cuerpo calloso (la parte que conecta ambos hemisferios) en los cerebros femeninos, por ello, nuestras formas de comunicarnos son tan distintas (quizás eso provoca que las mujeres activemos más nuestra capacidad de hacer inferencias).
Por su parte, la lingüista Deborah Tannen, especialista en las diferencias de género en el discurso, en su libro You Just Don’t Understand: Women and Men in Conversation, realiza un análisis minucioso de la forma en que interactuamos discursivamente, desde la lengua, en distintos escenarios. Cuando leí el capítulo (hace más de 10 años) en el que aborda cómo algunas parejas de diferentes edades y posición social toman decisiones cotidianas, me sentí totalmente identificada; parecía que yo era una de las personas de su muestra, pues los ejemplos que ponía ilustraban totalmente la forma en que nos comunicábamos mi pareja y yo. En uno de ellos, la autora dice que cuando una mujer le dice a su esposo/novio que le duele la cabeza, lo que espera es que la apapache y la consienta; sin embargo, casi todas las reacciones masculinas ante esa aseveración tienen que ver con soluciones prácticas: ir al médico, o por lo menos sugerirlo. De forma contraria, cuando un hombre dice que le duele la cabeza, lo que espera es que su pareja le ofrezca una solución concreta y clara: ir al médico, un medicamento; y casi siempre, lo que obtiene de su mujer es un chipileo, que muchas veces lo desespera.
A veces, una chica quiere un café, pero en vez de decir directamente y al grano: quiero un café, como fórmula de cortesía utiliza circunloquios que hacen confusa la interacción, por ejemplo, preguntarle al interlocutor si quiere un café. La chica espera que con su pregunta, el chico infiera que ella quiere un café. Pero muchas veces la respuesta masculina ante el “¿quieres un café?” (que debería leerse como ‘quiero un café, entremos a esa cafetería’) es un simple, práctico y grosero: “no”. Y es ahí donde empiezan las Guerras mundiales: la chica deduce que el otro está rechazando su petición a tomar un café, cuando realmente sólo está respondiendo con claridad a lo que se le preguntó.
Me he dado cuenta de que muchas veces, de forma gratuita, inicio pleitos con mi marido porque yo “leo entre líneas” casi todo lo que él me dice; y claro que, según yo, ese hipotético subtexto que infiero está implícito en lo que él dice de forma literal. Pero la verdad es que no. Poco a poco hemos aprendido a divertirnos con nuestros misunderstandings cotidianos. Y sabemos que él es más literal que yo. No: él es literal; yo no. Si él me dice: no quiero que vayas a tal lugar, porque es peligroso. Yo entiendo: no tienes permiso de ir a tal lugar porque es peligroso; pero él realmente sólo quiere dar su punto de vista. Él no es tan tirano ni machista como para arrogarse el derecho de tomar decisiones por mí. Pero su punto de vista, para mí, es una solicitud imperiosa. Si yo digo que quiero un piercing en la ceja, como el de una chica que encontramos en el súper, él dice que a ella se le ve muy bien. Yo interpreto, claro, que está diciendo que a mí no se me vería bien. Y por supuesto que me enojo. Y por elipsis de muchas ideas y emociones, termino haciendo un pancho y diciéndole que se case con ella.
Haber leído a Tannen ha contribuido a que nuestros pleitos en potencia, por malos entendidos, se conviertan en un pretexto para la risa, pues siempre tratamos de esclarecer cómo decimos lo que queremos decir y cómo podría interpretarlo el otro, sabiendo y subrayando que él es hombre y yo mujer, y que los circuitos de nuestros cerebros están conectados de maneras muy distintas y, a veces, inexplicables.
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