De lo cotidiano

Bitácora de Dalina Flores

Yo, la peor (cuarta parte)

Desde que supe que estaba embarazada, empecé a escribir el diario de Luna, donde iba haciendo notas sobre los cambios de mi cuerpo, de mi ánimo; reflexiones sobre el proceso de ir viendo cómo se iba formando otro ser a través de mí. Cuando ella nació, fui registrando lo que hacía, sus primeros descubrimientos y sus primeras palabras. Todo era muy lindo, pero también, con su presencia, llegó una maternidad súper demandante y me fui quedando sin tiempo y sin tanta energía para escribir. Si acaso hice algunos apuntes que luego convertí en una serie de confesiones que según yo, agruparía en una especie de columna personal en mi blog. Pero la verdad, a pesar de los apuntes, la vida es un remolino y no he tenido tiempo de darle continuidad a la idea.

Por otra parte, pensar mucho en la maternidad, en lo que implica ser una madre, me genera angustia en muchos sentidos. Lo primero es, como ya lo he dicho en otros lados, que con el nacimiento de mi hija conocí la felicidad y el amor más profundo, pero también el miedo. Vivo todos los días atormentada por la amenaza continua de que pueda pasarle algo, pero también vivo con la certeza de que debo dejarla vivir sus propias experiencias y tomar sus propias decisiones. Quiero que viva con intensidad sus sueños y que mi presencia sólo la acompañe sin limitarla. Pero al mismo tiempo me da miedo de que, con las ansias que tiene de vivir, tome decisiones cuyas consecuencias sean determinantes e irrevocables. Mas la quiero libre, como diría el buen Silvio, incluso libre de mí.

No puedo evitar regresar en el mar de la memoria y ver cómo me pedía que le comprara la ropa más excéntrica, y verla decidiendo cuándo y cómo usarla; o cuando me daba indicaciones para peinarla “de solecito”, con “un alacrán en la cabeza”, y nos divertíamos inventando peinados; eso la hacía sentirse feliz, auténtica. Y creo que era muy importante para su proceso de búsqueda de su personalidad; pero al mismo tiempo, me llenaba de pena (tristeza) y desolación ver cómo regresaba del kínder odiando alguno de sus peinados; pidiéndome que nunca más la volviera a peinar así, porque sus compañeros se habían burlado de ella.

Y así, poco a poco, ha ido enfrentando una serie de situaciones que la han hecho crecer, pero también darse cuenta de cuánto cuesta ir contra la corriente. Y otra vez me lleno de angustia y me pregunto si no habría sido mejor ser un modelo de persona más convencional; si, tal vez, como aseguraba su pediatra, era importante definirle (¿imponerle?) paradigmas sociales más acordes con el contexto, o simplemente, como él decía: “más vale una buena nalgada ahora que es pequeña, que irla a sacar de la cárcel cuando sea adolescente”. No le di nalgadas, pero tampoco (toco madera) la he ido a recoger a la cárcel. Por supuesto que ambas hemos cometido errores, pero nos han ayudado a crecer, a conocernos, a sentirnos más cerca, pues si de algo estoy segura es de que, pase lo que pase, tome las decisiones que sea y haga lo que haga, yo siempre voy a estar ahí, cerquita de ella, aunque lo único que tal vez pueda hacer sea prestarle mis brazos o compartirle mis lágrimas.

Como cuando tenía 11 años y por primera vez usó uno de mis delineadores para maquillarse; después de inventar estilos, quiso quitárselo y no pudo sólo con agua y jabón. Entonces me preguntó qué hacía. Yo estaba corrigiendo mi tesis doctoral y sólo le dije: en el baño tengo un desmaquillante, agarra un algodoncito, échaselo y con él te limpias cada ojito. Luego de un rato, escuché que se estaba bañando (en una hora en que no era habitual) y al entrar al baño, le pregunté que cómo le había ido, mientras, al mismo tiempo, vi sobre el lavabo el frasco de acetona. Al abrir la cortina de la regadera, vi sus ojitos irritadísimos y llorosos; todavía me dijo que le ardió un poquito, pero sí se pudo quitar el delineador. Y yo, histérica: ¡ay, chaparrita, te pusiste acetona!, ¡a ver, déjame verte bien!, y ella, toda calmada: no te preocupes, mamá, ya me estoy echando agua.

Entonces, otra vez la culpa. ¿Cuán cerca tengo que estar?; no quiero asfixiarla. Pero no quiero que sufra por no haberle ayudado a explorar el mundo.

Y mi madre, siempre sabia, siempre clara, siempre ahí, a mi lado, me dice que deje de ser una madre de libro (todo el tiempo estoy aplicando técnicas y procesos del constructivismo en su crianza); que cada hijo nos va enseñando, que sólo es necesario saber escuchar. Pero no sé cómo hacerlo. Sé que todos los días aprendo a vivir con ella, pero no estoy segura de que mis aprendizajes sean adecuados para su alegría, para su seguridad, para sus decisiones. Y lo peor del caso es que tengo una madre toda dulzura, toda sabiduría, toda alegría, toda entrega… entonces, cada vez que trato de ver desde afuera mi papel de madre, resulta que soy tan atroz, que a veces no distingo quién es quién en la casa. Por ejemplo: quiero hacerme una perforación en la ceja, y Luna no me da permiso… y hago berrinche y ella me explica que todo me da alergia, que no puedo perforarme porque es riesgoso para mí. Entonces, me doy cuenta de que si alguien realmente se preocupa por mí, es ella. Y más culpas se me vienen encima. Creo que a mis cuarenta y tantos, con una hija adolescente, la historia tendría que ser exactamente al revés.

Y yo, lo único que quiero es que sea feliz, no por obra de magia, sino porque haya aprendido a disfrutar la vida y a tomar las mejores decisiones para ella y para su comunidad. Y no sé si yo realmente la esté ayudando.

Por ejemplo:

-Madre, ya no necesito que papi me acompañe a la escuela cuando manejo; ya puedo irme sola.

-Nena, yo sé que te falta mucha experiencia todavía, y me siento más segura si papi te acompaña; pero la verdad es que, como soy una mala madre, no puedo imponerte mi decisión. Tú decide. Yo ya te di mi opinión, pero no puedo obligarte. Y te advierto que te digo todo esto porque realmente soy una mala madre; sé que en una situación de este tipo, debería imponer mi perspectiva y no dejarte manejar sola. Esa es la tarea de las madres (por eso nunca te dejé ir en el auto sin ponerte el cinturón de seguridad cuando eras pequeña). Pero ya no puedo. Ya no eres bebé y necesitas asumir tus decisiones.

Estos diálogos son terribles. Quisiera ser como fueron mis padres: súper liberales, buena onda, pero tajantes hasta la fecha: cuando dicen no… es no.

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