De lo cotidiano

Bitácora de Dalina Flores

Una apuesta por libros gozosos e irreverentes  

Hace mucho tiempo que dejé de ser niña, por lo menos legalmente. Y, paradójicamente, ahora me gustan más y más los libros editados para niños. Como he dicho en otras ocasiones, creo que la literatura es literatura independientemente de que haya sido pensada para niños o jóvenes o para Juan de las Piñatas. Y también creo que hay libros cuyas pretensiones son moralizadoras, enajenantes, pedagógicas; y por supuesto que no caben en mis predilecciones literarias. Esto no quiere decir que no me gusten los libros informativos; son tan imprescindibles como los libros de teoría, pero también estos libros, o los literarios, cuando intentan ser para niños, algunas veces se edulcoran y se les ponen florecitas que limitan el poder evocador y confrontativo que debería tener, por definición, un texto literario. Y son insufribles: dan ganas de tirarlos por la ventana.

Cuando leo literatura, yo no quiero una vocecita que me diga que me lave los dientes, ni que ayude a mi mamá en el quehacer de la casa, ni que tengo, por obligación, que respetar a todo el mundo. No quiero que me lo digan. Quiero disfrutar y que, en todo caso, me hagan pensar, me provoquen, y que tal vez, como producto de mis reflexiones, llegue a la conclusión de que cada quien puede amar a quien quiera. O no. O de que la violencia no nos lleva a ningún lado. O sí. O de que la vida es más amable si ayudo en la casa. O no.

El texto literario, para cualquier lector, debería estar muy lejos del didactismo moralizador que tienta tanto a editores y autores con ambiciones mercantiles. Su ventaja es que a muchos padres de familia les encanta tener aliados para la formación de sus hijos. Y qué mejor que un librito que sirva para amaestrar los impulsos y las devociones infantiles. Pero la literatura tendría que ser otra cosa: juego, reto, estímulo, confrontación, emoción estética… y nunca una cartilla moral. Ni la literatura ni cualquier otra forma de arte.

Sé que quizás es difícil para los padres y maestros intentar alejarse de lo moralino o lo didáctico, pero creo que la literatura abre puertas que nos permiten dialogar sobre muchos asuntos éticos y morales con nuestros pequeños, que pueden ser detonadores importantes para la comunicación familiar y social, pero el texto literario nunca debería ser un sustituto de la educación que los adultos deberíamos proveer a los niños. Porque las obras “artísticas” que nos regañan o nos chantajean para ser buenitos, terminan siendo un timorato listado de recomendaciones que no se respetan y que terminan aburriendo al espectador. Un ejemplo muy cercano es la reciente versión cinematográfica de El Principito, estrenada en noviembre de 2015 en México: independientemente de la belleza de los intertextos visuales y literarios, la película termina siendo una propuesta pusilánime que nos exige no dejar de ser niños de una forma muy literal.

Además de los méritos artísticos que permean toda obra literaria, su dimensión es tan amplia que se cuelan otros asuntos con posibilidades de expansión hacia lo material o lo espiritual; como diría Rosenblatt: la experiencia vicaria nos lleva a experimentar la vida de la ficción como si fuera propia y eso nos deja un ‘aprendizaje’ para tomar mejores decisiones. O, en otro sentido, la obra artística toca fibras espirituales tan intangibles que, aunque se lea en otro idioma (escuchen los sonetos de Shakespeare leídos por Gael García Bernal) para nosotros incomprensible, nos conectamos con las emociones del universo entero.

Por eso es muy necesario estar en contacto con libros gozosos e irreverentes que nos lleven a hacernos muchas preguntas, a cuestionar el statu quo, a detener nuestro alocado camino para ver el mundo y suspirar… y por supuesto que los lectores de todas las edades, desde los más pequeñitos que aún viven en los vientres maternos, hasta los adultos ultramayores que requieren de lupas para leer, podrán encontrar placer en ellos. Acá unas recomendaciones: 

Para navegantes que necesitan brújula

La peor señora del mundo, Francisco Hinojosa

Anibal y Melquiades, Francisco Hinojosa

Mi abuelo es poeta, Toño Malpica

Mi abuelo el luchador, Antonio Ramos.

La vaca que se creía mariposa, Emilio Ángel Lome

El peinado de la tía Chofi, Vivian Mansour

El agujero negro, Alicia Molina

Los casibandidos que casi roban el sol, Triunfo Arciniegas

Murmullos bajo mi cama, Jaime Alfonso Sandoval

Princesa Ana, Marc Cantin

Willie el tímido, Anthony Browne

Gorila, Anthony Browne

Zoológico, Anthony Browne

La escoba, Chris van Allsburgh

Breve historia del mundo, Eliseo Alberto

El nido de la cigüeña, Fidel González Zurita

El taxi de los peluches, Juan Villoro

Caperucita Roja (tal como se la contaron a Jorge), Luis María Pescetti

Unidad Lupita, Jaime Alfonso Sandoval

De la A a la Z por un poeta, Fernando del Paso

Urí, urí, urá, David Chericián

A Margarita Debayle (Rubén Darío)

Bondadoso rey (Toño Malpica y Valeria Gallo)

Lunática (Martha Riva Palacio)

Temible monstruo (María Baranda)

Lejos de casa, Raquel Castro

Uno de esos días, Karen Chacek

Para marineros de agua dulce

La armónica, Toño Malpica

Ana, ¿verdad?, Francisco Hinojosa

El cochinito de Carlota, David McKee

¿Qué crees?, Mem Fox

Yo y mi gato, Satoshi Kitamura

Alex quiere un dinosaurio, Satoshi Kitamura

Túneles, Anthony Browne

El higo más dulce, Chris van Allsburgh

Clubes rivales, Javier Malpica

La mala del cuento, Vivian Mansour

La cancha de los deseos, Juan Villoro

Padres padrísimos, Jaime Alfonso Sandoval

Nené Traviesa, José Martí

Cuentos en verso para niños perversos, Roal Dahl

El sol de Monterrey, Alfonso Reyes

El príncipe ceniciento, Babbette Cole

El problema de Odi, Eva Furnari

Exiliados, Raquel Castro

Óyeme con los ojos. Sor Juana para niños

Los rojos camaradas, Ana Romero

Diario de un gato asesino, Anne Fine

Matilda, Roald Dahl

Para navegantes de mar y tierra

Los misterios del señor Burdick, Chris van Allsburgh

Arturo y Clementina, Adela Turín

Diente de León, María Baranda

Monstruo, Ana Romero

Natacha (toda la serie), Luis Maria Pescetti

Margot, la pequeña pequeña historia de una casa en Alfa Centaury, Toño Malpica

Las sirenas sueñan con trilobites, Martha Rivapalacio

Diario de un desenterrador de dinosaurios, Juan Carlos Quezadas

La risa de los cocodrilos, María Baranda

Cosas que los adultos no pueden entender, Javier Malpica

Los mil años de Pepe Corcueña, Toño Malpica

Los cretinos, Roald Dahl

Agencia de detectives escolares, Jaime Alfonso Sandoval

Las mejores alas, Toño Malpica

El libro salvaje, Juan Villoro

El libro de la negación, Ricardo Chávez Castañeda

Buenas noches, Laika, Martha Rivapalacio

Las brujas, Roald Dahl

El libro del cementerio, Neil Gaiman

Para navegantes de siete mares y cuatro mil universos)

El club de la salamandra, Jaime Alfonso Sandoval

Puerto libre, Ana Romero

Severiana, Ricardo Chávez Castañeda

Informe preliminar sobre la existencia de los fantasmas, Toño Malpica

Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar, Luis Sepúlveda

La panza del Tepozteco, José Agustín

El océano al final del camino, Neil Gaiman

Desde los ojos de un fantasma, Juan Carlos Quezadas

Algunas primeras veces, Ana Romero

La guarida de las lechuzas, Antonio Ramos

El complejo de Faetón, Andrés Acosta

La cena, Alfonso Reyes

Ojos llenos de sombra, Raquel Castro

Frecuencia Júpiter, Martha Riva Palacio

Los juegos de la violencia, Ricardo Chávez Castañeda

Dido para Eneas, María García Esperón

Vuelta a casa, Antonio Malpica

Tal vez vuelvan los pájaros. Mariana Osorio Gumá

Los sapos de la memoria, Graciela Bialett

Mundo Umbrío , Jaime Alfonso Sandoval

El libro de los héroes, Antonio Malpica

Sandman, Neil Gaiman

Adonde no conozco nada, Antonio Malpica

Stardust, Neil Gaiman

Esta lista no es exhaustiva; en otra entrada haré más recomendaciones, además de una lista para Viejos lobos de mar

 

De lo más sabroso que leí en 2015

Alguien aseguró en Twitter que son muy pretensiosas las personas que se arrogan el derecho de decirnos qué leer y cómo leer. Creo que cualquier imposición de un canon (¿no es acaso lo que hace la escuela?) es colonizante y enajenador; desde una postura escandalosa y extrema podríamos asegurar incluso que nadie tendría el derecho de decirnos en qué creer, ni cómo alimentarnos, ni mucho menos cómo actuar para vivir en armonía con los demás. No obstante, me parece que los seres humanos hemos construido civilizaciones hermosas y complejas precisamente por la forma en que nos comunicamos y compartimos nuestras experiencias y visiones del mundo.

Por eso, y tomando en cuenta que las tendencias hacia el ocaso nos ponen nostálgicos y particularmente solidarios, he venido a compartir algunas lecturas que si bien no todas son novedades del 2015, sí las leí en este año y me parece que cada una de ellas plantea retos inteligentes al lector y lo conducen a la interpretación sosegada y perspicaz. No pretendo, sin embargo, hacer una prescripción, pues ni siquiera estas recomendaciones obedecen a un género o tendencia literaria; las comparto sólo con el interés de quien encuentra un tesoro y no quiere quedárselo para sí mismo, ya que, a medida en que el tesoro se dispersa, también se incrementa. Es ésta la magia de la lectura: compartirla nos enriquece a todos.

Debo agregar que en esta lista hay libros de todo tipo: desde poesía hasta novelas para “grandes”, por eso, también, creo que es una especie de guía que puede ser útil para quien se encuentra en la titánica tarea de buscar regalos debido a la temporada decembrina. Creo que no hay nada más emocionante que ser obsequiado con una historia maravillosa, pero sobre todo, con palabras (que, como dijo Don Quijote, son más fuertes que la espada –o algo así). Y también creo que todos deberíamos consentirnos regalándonos espacios para leer y disfrutar diferentes tipos de libros, así es que sin más preámbulos, acá van algunos de los libros que me acompañaron este año y cuyas lecturas me dejaron arrebatada y desordenada:

  1. Grey, de Alberto Chimal, es una compilación de relatos satíricos sobre diferentes e hipotéticas agrupaciones religiosas, a través de las que el autor confronta al lector pues, sin duda, en cada texto podemos reconocer prácticas y dogmas de algunas tradiciones religiosas “reales”. La intertextualidad que se cuela en cada una de las descripciones de los ritos exige un lector erudito que reconozca esos guiños alucinantes cuyo desbordamiento está siempre al límite; como en “La pasión según la Sombra”, donde los planos ficcionales, las tradiciones judeocristianas y la cultura teatrista se conjugan para dar vida a las pasiones humanas que nos determinan. Publicado por Era/CONACULTA en 2006.
  2. Las paredes desnudas, de Imanol Caneyada, es una novela que se podría ubicar entre el género negro, el policíaco, la típica narcoliteratura del norte, pero sin pertenecer a ninguna de estas categorías. A través de un relato en contrapunto, el autor nos lleva a los escenarios más crudos de la vida social y política de un país azotado por la violencia y el crimen, donde las mujeres son objetualizadas; sin embargo, esta historia presenta a una férrea protagonista, la Perra Saldívar, quien pelea hasta el último round por encontrar a su pequeña hermana. Publicada por Suma de Letras en 2014.
  3. *Tal vez vuelvan los pájaros, de Mariana Osorio Gumá, una de mis novela favoritas de todos los tiempos, narra el brutal proceso que implicó el exilio forzado para muchas familias chilenas de la época de la dictadura, desde la mirada de una niña de ocho años. Lo más interesante de la novela, sin duda, es el lenguaje y la forma en que Mar, la protagonista, va descubriendo el dolor de vivir, sin dejar de tener esperanza. Publicado por Castillo en 2014
  4. Canto al fin del mundo, de Vanessa Garza, es una novela que, efectivamente, está estructurada en cantos (por sus referencias como por su lenguaje) que relatan una especie de apocalipsis de un mundo futuro en el que la violencia ha superado cualquier posibilidad de recuperación de la humanidad. Las metáforas de este mundo fantástico revelan con exactitud los arrebatos en los que la humanidad pierde toda posibilidad de redención. El lenguaje es justo y contundente. Publicada por Fractal en 2014.
  5. Muchachos que no besan en la boca, de Luis Aguilar, presenta la nostalgia y evocación que genera la dependencia de los cuerpos y las ciudades, entre los amantes, a través de un lirismo cotidiano casi narrativo. Este poemario, ambientado en La Habana, retrata con desparpajo y emociones confrontadas la soledad y la nostalgia que se desprenden de las paredes habaneras cuando el amor es sólo una ilusión. Publicado por la UAEM en 2015.
  6. Buenas noches, Laika, de Martha Riva Palacio, es una emotiva historia sobre la adolescencia, que nos lleva a reflexionar sobre las “verdades” que insistimos en ocultar para no lastimar a los jóvenes y niños. A partir de una pregunta sobre el destino de la cosmonauta canina, Sebastián trata de entender otras cosas que pasan a su alrededor. Como siempre, Riva Palacio nos regala una historia llena de melancolía y un lenguaje exquisito. Lo mejor es que este libro, editado por el Fondo de Cultura Económica en 2014, tiene un costo súper accesible. Y en realidad, vale mucho, muchísimo más de lo que cuesta.
  7. *Autorretrato de familia con perro, de Álvaro Uribe, es la novela con la que el autor ganó el premio Xavier Villaurrutia (de escritores para escritores), cuya estructura, lenguaje e ironía la convierten en uno de los libros más estimulantes que he leído. Magistralmente, Uribe le da voz a 15 personajes que construyen la figura de la “protagonista”, Malú, madre de Adán y Alberto, quienes desde siempre se han disputado su predilección. El lector tiene que formar su propio criterio a medida en que va reconociendo fragmentos de su propia vida familiar. Es una novela imprescindible. Publicada por Tusquets en 2014.
  8. La giganta, de Patricia Laurent Kullick, narra la historia de una mujer desenfadada e incomprendida a quien la pequeña narradora de once años llama Giganta y, además, es su madre. Con un ritmo vertiginoso y escenas fragmentadas, la autora nos involucra en la insatisfacción cotidiana, llena de sobresaltos, de una madre casi abandonada, que tiene que criar a diez hijos. Sin duda, la relación que tiene la Giganta con cada uno de sus vástagos confronta la moral de cualquier lector tradicionalista o mojigato. Publicada por Tusquets en 2015.
  9. Los últimos hijos, de Antonio Ramos Revillas, es una novela intensísima que desnuda lo más terrible del egoísmo de los seres humanos a través de la mirada de Alberto quien, lleno de rencor y de furia, trata de reconstruir su vida en pareja y su propia identidad. Como dice Joselo Rangel: podría parecer una novela de viaje, pero realmente la trama nos lleva a transitar por los recovecos más sórdidos de la psicología del personaje. La narrativa es extraordinaria en cuanto al ritmo, las acciones, y los aforismos que aparecen a lo largo de la historia, los cuales nos obligan a apartar la vista de la lectura para perdernos en nuestras propias cavilaciones. Editada por Almadía/CONACULTA en 2015.
  10. *La más densa tiniebla, de Toño Malpica, es un libro-álbum que tiene muchísimos méritos, entre ellos, la presencia de la intertextualidad de cuentos clásicos infantiles de Andersen, para detonar creaciones propias llenas de horror. Es un libro que permite múltiples lecturas, y que no dejará impasible al lector. Con ilustraciones de Joaquín Aragón, la reconceptualización de los cuentos clásicos nos conduce por escenarios intransitados que no reconocen moralejas. Editado bellamente por El Naranjo en 2015.
  11. *Mundo Umbrío III. La venganza es la última parte de la saga sobre el mundo de los vampiros creado prodigiosamente por Jaime Alfonso Sandoval. La intensidad de la narración y de la trama de esta última entrega la lleva a ser el soberbio colofón del universo umbrío y, con ella, el autor constata que es uno de los escritores más delirantes y creativos que tiene la literatura mexicana. Es una lectura imprescindible para cualquier lector que guste de la literatura de imaginación. Publicado por SM en 2015.
  12. Lunática, de Martha Riva Palacio, es un maravilloso libro-álbum de poesía, ilustrado admirablemente por Mercé López, con el que la autora obtuvo el Premio hispanoamericano de poesía para niños. Entre sus páginas podemos evocar, a partir de palabras memorables, la infancia de la niña Loba que danza entre las estrellas y que, por un lengüetazo de luna queda ungida por un espíritu licántropo lunar. Con imágenes nostálgicas y juguetonas, el lenguaje destorlongado viaja de lo cotidiano a lo sublime. Publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2015.

 

(De los títulos marcados con asteriscos pueden encontrar reseñas más pormenorizadas en mi blog: www.dalinaflores.com)

Ideología para pequeños lectores  

         Uno de los contenidos más importantes que se revisan en las clases de Análisis del discurso a nivel universitario es la ideología. Luego de las discusiones que se suscitan en mis cursos, tratamos de identificar las formas en que está presente en absolutamente todo lo que decimos y hacemos. El sistema de ideas que subyace en cada cultura es el eje axial que sostiene nuestros discursos de forma implícita y algunas veces también explícita. Como sabemos, la identificación de los elementos ideológicos en la vida diaria es un proceso complejo, por ello, para algunos alumnos universitarios, es difícil reconocerlos e incluso comprender el concepto.

         En una plática que tuve con mi hija de dieciséis años sobre nuestras convicciones y cómo éstas nos llevan a actuar en consecuencia, me di cuenta de que ella no tenía muy claro lo que implica la ideología; y tratar de explicárselo me resultó complicado, pues debí intentar esclarecer de qué manera creemos en algo, lo configuramos en credo, y de ahí realizamos acciones que, indudablemente, legitiman lo que creemos -pero no porque sea verdad- y este proceso se vuelve recursivo. Descubrí, entonces, que supuestamente yo tengo muy claro el concepto, desde luego que recurriendo a autores como Reboul, Thompson, Althousser, Gramsci, etc., sin embargo, revisar estas teorías con estudiantes universitarios y de posgrado es mucho más fácil que hacerlo con niños o jóvenes.

            De acuerdo con Reboul, la ideología está implicada directamente en el lenguaje, por lo que las palabras conllevan, además de su sentido, también un poder, ya sea de persuasión, de convocatoria, de consagración, de estigmatización, de rechazo, etc., y se manifiesta de maneras aparentemente imperceptibles, o sea, es disimuladora y colectiva (la legitima una comunidad). Además, siempre se disfraza de racionalidad, por ello, aunque siempre está al servicio de un poder con intenciones partidistas, trata de explicarse o entenderse desde ‘la verdad’ o ‘la lógica’. Visto así, podríamos creer que es evidente; sin embargo, lo interesante de este asunto es que casi nunca reparamos en él; entonces, ¿cómo podríamos reflexionar al respecto con pequeños lectores?

            Casi de forma providencial, mientras me hacía esta pregunta como resultado de la charla con mi hija, la escritora Ana Romero, como si fuera adivina, me dio uno de sus últimos libros: Los rojos camaradas, y con gratísima sorpresa descubrí que es un texto maravilloso para acercar a los niños al concepto de ideología, y para disparar sus reflexiones respecto a la naturaleza doctrinaria de nuestras acciones, pues no se trata de un texto dogmático, pedagógico ni moralizante, sino de una narración entrañable que trasciende la simple anécdota. A través de las experiencias cotidianas de un niño y su abuelo, la autora nos introduce en el lenguaje ideológico evidente desde el título, pero en medio de una situación muy íntima y hasta devastadora: la muerte de Tomatías, el abuelo, quien siempre le dijo a Lobo, el nieto, que él era comunista.

            A pesar de abordar un tema durísimo como la muerte de los seres amados (sobre todo si hablamos de literatura para niños), el desparpajo y la inteligente ingenuidad de Lobo predominan a lo largo de la narración y nos invitan a buscar, junto al narrador  y su hermana, la forma de encontrar la esencia de Tomatías en todo lo que está cerca. De esta manara, Ana Romero consigue acercar el mundo real a los niños, de forma directa pero sin edulcorados eufemismos, para llevarlos a reflexionar sobre el lenguaje, los nombres de las cosas y las ideas que subyacen en las formas de relacionarnos.

         Los rojos camaradas es un libro para niños con una construcción de la discursividad narrativa aparentemente sencilla, pero que en realidad es compleja por las ideas que se ocultan bajo la superficie del texto; de ahí que también resulte pertinente para que los adultos acerquemos a los pequeños lectores a una reflexión más profunda sin que eso haga la lectura tediosa o aburrida; al contrario: la voz narrativa de Lobo, llena de marcas particulares como su manejo de la adjetivación, le da un tono muy elocuente y luminoso, a pesar de la presencia constante del vacío que ha dejado el abuelo. Asimismo, algunas metáforas, como la que cierra la historia, nos revelan la magia que se esconde tras la vida en el campo y desde la mirada de los niños. Lobo y Ana nos muestran que el amor entre hermanos es más profundo cuando también somos cómplices, camaradas, comunistas. Sin duda, independientemente de nuestra edad, en esta historia podremos encontrar algunas rutas que nos llevarán a preguntarnos quiénes somos y cómo nos relacionamos con el universo.

El horror actualizado de los cuentos infantiles en La más densa tiniebla

Genette establece en su Palimsestos que ningún texto se crea a sí mismo; toda escritura parte de un texto anterior o de elementos de textos anteriores (sus teorías son muy interesantes y básicas para explicar los juegos transtextuales tan recurrentes en la literatura contemporánea) y precisamente este recurso distingue al último libro de Toño Malpica publicado por El Naranjo, La más densa tiniebla, cuyo planteamiento ofrece una experiencia lúdica que nos invita a reconocer las referencias que dan origen a las historias entretejidas, por una parte, pero también tiene el efecto de ponernos a temblar, pues estas reinterpretaciones hipertextuales están elaboradas por una mente que le apuesta todo al terror (¿Cuánto miedo puedes soportar, Mendhoza?[*guiño]).

            Además de los recursos ‘cinematográficos’ y su ágil narrativa, la saga de terror de Malpica (El libro de los héroes) se caracteriza por traernos el miedo a terrenos muy cercanos, actuales, donde conviven elementos sobrenaturales con miedos más realistas suscitados por nuestra propia naturaleza: el mal, el horror y los demonios no tienen origen únicamente en lo fantástico, sino en el egoísmo y la ambición de los seres humanos. Estos ingredientes, sin duda, son esenciales en la construcción de La más densa tiniebla, pero además las referencias intertextuales nos dejan ver tanto el “espeluznante homenaje” que el autor rinde al padre de la literatura infantil, Hans Christian Anderesen, así como otras referencias que resultan atractivas para el lector, como la alusión a Alicia en el país de las maravillas precisamente en la narración principal del texto, donde Karen, una adolescente moderna y medio berrinchuda se calza unas zapatillas rojas para verse encantadora en la fiesta del chico que le gusta, pero que vive en una ciudad distante.

            Al inicio, todo parece indicar que tendremos una re-mirada al famosísimo cuento del autor danés, Las zapatillas rojas; sin embargo, la situación se complica cuando Alicia, perdón: Karen resbala dentro de un pozo donde vivirá experiencias extrañas que combinan planos ficcionales paralelos, ¿acompañada? de un hombre mayor -que en las ilustraciones es el mismísimo autor, y que la confinan a escuchar, en voz de ¿personajes? aterradores las historias más alucinantes y pavorosas, curiosamente derivadas de otros ‘tradicionalmente lindos’ cuentos infantiles (cuyos títulos no revelaré para que el lector pueda jugar a descubrirlos en la medida en que lee). Adelantaré, sin embargo, que no se trata de “nuevas versiones” de un cuento clásico; sino de totales reinterpretaciones, más oscuras, densas y terribles.

            La forma en que Malpica recupera la tradición de los cuentos clásicos infantiles, para lectores del siglo XXI, desde una estética del horror muy fina, se complementa con las interesantes ilustraciones de Joaquín Aragón que sobresalen por la mirada que otorga a cada uno de los personajes. En ellos podemos ‘leer’ diferentes estados de ánimo a partir de la composición visual de sus rostros.

           Las historias que le relatan a Karen nos harán sentir miedo e indignación, pero también una curiosidad creciente como la que la llevó a caer dentro del pozo. De hecho, la historia que más disfruté por escalofriante es la que relata la muñeca ciega, precisamente porque es una historia de amor. De un amor tan intenso que provoca maleficios. Un aspecto que singulariza la propuesta de Toño Malpica es que, lejos de tener una intención didáctica o moralizadora, como sí la tenían los cuentos clásicos referenciados, su intención es provocar preguntas a partir del espanto.

          La actualización de los cuentos clásicos para niños en la revisión que hace Toño Malpica (desde el lenguaje, el tono, la capacidad para generar miedo e incertidumbre) hace que los relatos sean apropiados para lectores de cualquier edad y experiencia lectora; incluso me atrevo a asegurar que la lectura será más enriquecedora cuanto más experto sea el lector. Estos siete cuentos clásicos tienen giros sorprendentes, inteligentes; cada uno de los relatos es un verdadero homenaje al escritor danés pues no solo tratan de “maquillar” los textos originales (lo que conllevaría el riesgo de desvirtuarlos), sino que los toma como un detonador de la inspiración para crear un universo autónomo donde, contrario al hipotexto, la realidad que nos muestra está llena de espanto.

               De forma casi contradictoria, cada que tengo oportunidad, le hago saber al mundo que no me gusta el terror. Cuando tenía nueve años vi, con una querida amiga de la infancia (apenas un año mayor que yo), El exorcista y no me quedaron ganas de volver a ver una película de esa naturaleza. Así pasé mucho tiempo. Sin embargo, en la adolescencia, no sé por qué, novelas como Carmilla o Drácula, o los cuentos de Poe, no podía considerarlos como ‘de terror’. Eran historias donde algunos elementos sobrenaturales tenían efectos que trascendían el simple sobresalto del susto fácil. El entramado, lejos de causar miedo, me llevaba a hacerme preguntas, a buscar explicaciones. La más densa tiniebla, sin duda, ha llegado a sumarse a este corpus de historias oscuras que generan miedo y placer al mismo tiempo.

Pequeña apología del Mundo Umbrío

Este breve texto (no tanto) pretende hacer un llamado a los nosferatus de todas las latitudes: no podemos permitir que el universo del Tercer Reino siga ausente de la vida de todos los mortales: ¡persigamos productores, directores y actores de Hollywood con los libros de la saga de Jaime Alfonso Sandoval bajo el brazo!

He leído muchas sagas (y quizás no tantas como me gustaría. Y no es que adore las sagas, es que me gusta tener puntos de referencia), y precisamente sé, estoy convencida, que dos de las  mejores sagas que actualmente se leen con fruición entre jóvenes y no tan jóvenes (conozco una lectora de 74 años) son la de Jaime Alfonso Sandoval y la de Antonio Malpica, dos de mis escritores mexicanos favoritos.

Por fortuna, el nosferatu mayor ha terminado de escribir esta épica (sí, en toda la extensión de la palabra) narración que da vida a algunos de los personajes más asombrosos de la literatura contemporánea: el clan Pozafría. Claro que también hay otras familias en otros nidos, y una configuración minuciosa de las reglas de operación y convivencia entre los seres del inframundo (que no son fantasmas ni mucho menos vampiros apuestos y brillosos; a excepción de Gismundus el triste que sí es guapísimo, pero no es chupasangre).

En esta tercera parte, el lector se adentra en una guerra crudísima entre clanes donde cada acción desencadena una serie de infortunios que nos van devastando. Es una experiencia de lectura intensísima. Además de estos estragos, saber que es la última parte de una historia tan cercana, tan íntima, nos genera una especie de duelo que nos acompañará durante toda la lectura y nos irá apretando poco a poco el corazón.

La narración es dinámica y está llena de matices, pero un recurso que sin duda es fundamental para la historia, y que el lector no puede pasar por alto, es el planteamiento científico y anticientífico que subyace tras la epigénesis del universo umbrío, y ofrece explicaciones muy lógicas respecto a algunas prácticas y creencias basadas en el pensamiento mítico y religioso que da sustento a muchas de nuestras manifestaciones culturales. Es decir, las emocionantes aventuras de Lina Pozafría y su familia no sólo nos provocan la diversión de una historia bien contada, sino una serie de preguntas que nos conducen a cuestionar nuestros presupuestos y prejuicios.

El mundo umbrío es tan versátil que no cabe duda de que cada uno de los lectores, por más diversos que seamos unos de otros, encontraremos personajes, episodios o razones para sentirnos identificados, para ser parte de él. Jaime Alfonso, como demiurgo, confecciona con tal precisión el espacio que lo podemos tocar y caer fulminados de amor por un personaje. Y en el preciso instante en que creemos que lo conocemos a la perfección, su pluma nos sorprende con nuevas emociones o alternativas que ni siquiera habíamos considerado.

            Independientemente de que la historia de cada una de las entregas se sostiene por sí misma, sobre todo la última parte, que a pesar de ser extensísima tiene un ritmo narrativo incomparable (donde los planos y las secuencias se suceden de forma vertiginosa y no dejan espacio siquiera para pestañear), la contundencia de la construcción de los Cuatro Reinos, en particular del universo umbrío, requiere una versión visual a toda costa. No cabe duda de que la formación del autor como cineasta ha contribuido a que las escenas cobren vida a través de su detallada narrativa. A medida en que el lector se inmiscuye en el Mundo Umbrío, las fronteras entre la realidad y la ficción se diluyen y, sin aviso, de pronto estamos en medio del nido de Ubus, o viajando a través de espejos reflejantes.

En este momento (de total desolación y abandono) necesito un sortilegio o un espejo reflejante para perseguir a Guillermo del Toro y convencerlo de que lea el Mundo Umbrío, y se dé cuenta de que la realidad que proyecta es tan solvente como la de la mejor historia de ficción. Cada una de las páginas que leí fue sembrando detalles para darle vigor y un aliento poderosísimo al Tercer Reino que es tan tangible que, estoy segura, en algún momento buscaré la forma de encontrarlo en mi camino. Pero antes, deberíamos pedirle al séptimo arte que, con su magia, nos lleve a habitarlo. Por lo pronto, he pensado un par de cosas: tengo el casting, con actores que ni siquiera existen en la vida real pero sí en mi cabeza (mi Gundo el gris -Christopher Lee- murió hace poco).

Sin duda, La venganza, última entrega de la saga, se caracteriza por su intensidad, por lo terriblemente desgarrador de las historias en medio de la guerra, pero sobre todo por un extraordinario e inesperado final. Entre la segunda y la tercera parte, no dejaba de preguntarme sobre el desenlace que daría Jaime Alfonso a esos personajes tan entrañables, tan cercanos. Mi lógica algo puritana me daba razones para creer que el final sería sin sobresaltos. Y todo el tiempo, desde la primera hasta la última página, me pasé “sobresaltando” de emoción tras emoción.

Algo que detesto en muchas propuestas de textos para niños y jóvenes son los finales moralistas o  extremadamente explicativos, precipitados, sacados de la manga (con el efectivísimo uso del deus ex machina del año del caldo). Nada de ese simplismo se encuentra en esta conclusión; al contrario: su mecanismo es tan preciso que la historia tiene un desenlace poderoso, realista (para la lógica de la trama) e irreprochable. Lean ya. Y persigan cineastas.

La invisibilidad de la «magia de la lectura»

La semana pasada escuché, en vivo y por redes sociales, la algarabía que causó la presentación de resultados de la Encuesta Nacional de Lectura realizada por CONACULTA, en la que aseguran que los mexicanos leemos 5.3 libros al año (aun si fuera fidedigna esta estadística, la realidad sería muy triste: 5 libros en todo el año es muy poco). Me ha llamado la atención el ahínco con el que promotores, lectores y escritores abanderan el nuevo resultado: en un abrir y cerrar de ojos casi duplicamos nuestros niveles de lectura; pasamos, en un santiamén -menos de 5 años, de 2.8 a 5.3, lo que se ve, en papel, muy lindo. Es evidente que la tarea de los mediadores, profesores, maestros, padres, medios de comunicación, escritores, editores, libreros, publicistas, etc., ha rendido frutos.

Particularmente, la famosa encuesta me deja sorprendida y con muchas preguntas. En primer lugar no entiendo cómo desde criterios muy particulares, distintos a los de la UNESCO, el organismo cultural mexicano compara a otros países con resultados similares (según esto ya estamos a la altura de Chile). Por otra parte, no entiendo cómo sus resultados por cada rubro supera el 100% (no es sarcasmo, en serio: no lo entiendo. Por ejemplo en la pregunta sobre quién ha sido fundamental en contagiar el gusto por la lectura –una de las preguntas menos problemáticas- los resultados dicen: padres 43.8%; maestros 60.5%. De acuerdo con mis matemáticas básicas, eso hace un total de 104.3% que no entiendo. Y se pone peor con otras preguntas que suman más de 200%).

La realización de una encuesta, como sabe cualquier investigador que se haya aventado el riesgo de indagar en lo cualicuantitativo, es un proceso muy difícil sobre todo en la parte del diseño; más que difícil, es complejo; y esa complejidad no la veo en la definición de la muestra ni en la determinación de las preguntas. De hecho, me parece que sesgan de una forma significativa todo el trabajo de investigación. Sin embargo, no es sobre metodología de lo que quería hablar, sino de la naturaleza de las “verdades” que de pronto empezamos a reproducir (los libros más leídos, junto a Juventud en éxtasis y Pedro Páramo o Crepúsculo son Don Quijote y El principito, ¿really?, he hecho esta pregunta a mis alumnos de letras y si acaso -y a vuelo de pájaro- puedo decir que han leído el Quijote, completo, sólo 10 alumnos (en más de 10 años de dar clases de Literatura).

El asunto de la cantidad de libros que ahora leemos como por arte de magia es tan absurdo como las divertidas discusiones que tienen los niños pequeños sobre la grandeza y heroicidad de sus padres: “mi papi es más fuerte que el tuyo”, “no, el mío es más fuerte y más guapo que el tuyo”. En cuestión de lectura resulta casi igual: “mis mexicanos leen más libros que tus peruanos”, “ah, no: los brasileños leen más que los mexicanos”. Y yo me pregunto: ¿realmente importa? El argumento no tendría que ser de números, sino de efectos de la lectura. Qué podemos esperar de una sociedad que lee novelas como Crepúsculo o las 50 sombras de Grey: una colonización impresionante de un sistema machista y su legitimación; o de una sociedad que no lee libros ni su realidad y por lo mismo no es crítica, como dice Freire. Pueden presentarnos doscientas encuestas donde los resultados digan que de la noche a la mañana nos convertimos en lectores, pero yo sigo viendo una apatía creciente y una estandarización de nuestros valores y necesidades. Sigo viendo una población abúlica y egoísta. Si se leyera literatura, en serio, no tendríamos el presidente que tenemos  y no permitiríamos que la impunidad ni la injusticia se siguieras apoderando de nuestro futuro.

El libro de la negación o contar lo inefable  

Hemos asociado el término inefable con la belleza; con aquella emoción que surge de la contemplación de situaciones o condiciones sublimes, cuya esencia es tan intensa que nos deja sin palabras. Ese silencio es la prueba de que hemos sido tocados por los dioses, por entidades etéreas e incomprensibles que están más allá de nuestra materialidad; ante la belleza y la conmoción que nos provoca, nos convertimos también en dioses.

Pero no todo lo inefable tiene esta condición de sortilegio. Existe, en la naturaleza de los seres humanos, también una proclividad hacia la destrucción, hacia la ignominia que nos coloca en las múltiples dimensiones del mal. Y aunque quisiéramos que el arte sólo se nutriera de belleza, su condición de universalidad lo lleva a ser el proceso más incluyente de las manifestaciones humanas. Ricardo Chávez señala, en su prólogo a El libro de la negación: “Esta historia es la peor del mundo, por lo tanto, es terrible.” Y también nos lanza una advertencia: “Para aquellos que no gusten de las historias trágicas, este libro tiene un final feliz en alguna página cercana al final. Les recomiendo no seguir adelante después.” De inmediato imaginamos que la tragedia nos hará sufrir un poco, pero que lo superaremos al saber que sólo es ficción. Además, haciendo gala su experiencia como psicólogo, de forma inversa nos reta a llegar hasta el final. Ya lo han comprobado muchos investigadores: la curiosidad no sólo mato al gato, también a las personas. Y allá vamos, creyendo estar a salvo, a leer con entusiasmo la historia.

Antes del entusiasmo de la lectura, diré que llegué a El libro de la negación a través de una afortunada recomendación tan exhortativa que me llevó a hacer malabares para poder asistir, con una de mis mejores amigas desde la infancia,  a su presentación en la FILIJ del año pasado. Me impresionó escuchar a un escritor lúcido y desafiante respecto a sus ideas sobre el mal y la necesidad de contarlo para conjurarlo, así es que en cuanto tuve el libro en mis manos, me puse a leer, y no terminé hasta que aterricé en Monterrey. Lo único que recuerdo es que me quedé sin palabras, pero no por eso sin ideas; al contrario: mi cabeza era una olla de alacranes. Alacranes, no grillos. Me sentí indigna (no indignada –o quizás un poco), me sentí avergonzada de ser persona;  apenada de creer que tengo un ingrediente –inteligencia, sensibilidad, emociones, espiritualidad- no sé, que me convierte en algo distinto de un demonio.

El libro de la negación aborda la violencia física que los adultos hemos ejercido a lo largo de la historia sobre los niños precisamente por ser frágiles e ingenuos (lo que de entrada espanta: los hemos violentado porque nos tienen confianza). Mientras el niño narrador nos cuenta sobre sus padres (y el dilema que tienen acerca de los temas que deben o no leer los pequeños), y sus incursiones secretas en la lectura de una novela que su padre escribe y escribe sobre la violencia, el autor hace un recuento histórico de los episodios en que la humanidad se ha volcado, con saña y alevosía, sobre nuestros niños.

No es una lectura fácil, mucho menos si pensamos que es una literatura para niños; rompe totalmente con la intencionalidad pedagógica y moralizadora que, hasta cierto punto, prevalece en las historias para los más pequeños. No nos ofrece un texto balsámico. Al contrario: nos desnuda desde adentro. Es necesario leer dos veces para percibir de forma rotunda la intencionalidad y los efectos de sentido de su propuesta. Durante la primera lectura todo es un indicio, incluso la naturaleza de la voz que narra la historia; pero cuando la anagnórisis se apodera de las ideas, ese momento culminante del drama en que al lector o espectador le caen los veintes de la historia, nos enfrentamos a la indefensión. Y cuando me refiero a que es difícil de entender, no quiero decir que la trama no sea clara, sino por su efecto devastador.

Debo confesar que a Ricardo Chávez Castañeda sólo lo conocía por referencias, sobre todo las asociadas a la generación del crack que surgió en nuestro país en los años noventa, pues había sido uno de sus precursores. Y debo confesar que los autores que se ubican en esta tendencia no me gustan tanto porque, lo poco que he leído, además de su manifiesto, me parece artificial y, hasta cierto punto, pretencioso. Sin embargo, cuando supe de El libro de la negación, me sentí entusiasmada porque es una propuesta incluyente (prefiero nombrar así, por lo pronto,  a lo que se ha llamado literatura infantil y juvenil), es decir, es un libro para todo tipo de lectores. Sin embargo, algunos adultos que lo han leído, consideran que no es apropiado para los niños porque les muestra una realidad muy dolorosa. Creo que esta polémica es uno de los méritos más interesantes del texto, ya que propone un diálogo permanente que trasciende el papel y, precisamente, esta aparente discusión es una forma de tender puentes.

Pero estos puentes se convierten en terrenos resbaladizos porque surgen de un texto que nos confronta y nos acusa. Y lo peor: nos lleva a un laberinto de preguntas del que no podemos escapar. La continua reflexión permanece para siempre. Una vez que El libro de la negación ha sido abierto por el lector, éste se condena a no poder cerrarlo nuca; se erige como una pregunta constante que a la vez nos inculpa. Por eso tenemos que indagar, en nosotros y en el mundo, las explicaciones que nos salven.

Uno de los elementos fundamentales del libro, además del tratamiento del tema y su estructura -que irán descubriendo a medida en que lo lean- es el diseño de Alejandro Magallanes; sus imágenes son un llamado a la emoción sombría. Podríamos seguir nombrando elementos que se conjugan para hacer de esta publicación, editada con la belleza que caracteriza los ejemplares de El Naranjo, un libro imprescindible, pero nos llevaría muchas cuartilla. El placer de lo terrible lo encontrará cada lector en su propia mirada.

¿Quién es Imanol Caneyada? (Apuntes sobre Hotel de Arraigo)

Hace poco más de un año, había escuchado su nombre porque amigos en común me recomendaron una novela que el escritor sonorense presentaría en la pasada Feria del libro: Las paredes desnudas. Leí la sinopsis y me entusiasmé por asistir a la presentación, pero se empalmaba con otro evento que tenía con Biblionautas. A ese otro evento estaba invitado también Antonio Malpica, un amigo con quien comparto muchos gustos literarios y me dijo que si no había leído a Imanol, no tenía idea de lo que me estaba perdiendo. Me urgió: tienes que leerlo. De pronto pensé que quizás su afirmación era exagerada, sin embargo, él suele ser poco enfático para recomendar lecturas. El caso de Imanol fue diferente: insistió como tres veces. En eso estábamos cuando el escritor en cuestión, Imanol, se acercó a Toño, y éste me lo presentó. Vi a un hombre muy guapo (para estar a tono con los comentarios de sus fans) sí, pero también muy amigable. Lo primero que me dijo es que mi blusa estaba muy bonita. Y con lo simple que soy, me quejé: mira, se acaba de romper. O sea, una plática totalmente antiliteraria. Sin embargo, después de unos pocos minutos de charla, me sentí cautivada por su inteligencia, su mirada crítica y a la vez respetuosa. Un hombre sin aspavientos pero contundente. Cuando nos despedimos, luego de cenar, sentí que lo conocía de toda la vida y entonces sí fue imperante la necesidad de leerlo.

            Apenas terminó la Feria, me dispuse a conseguir sus novelas. Estuve un par de semanas recorriendo librerías y nada. Finalmente, en una tienda del buhíto, encontré Espectáculo para avestruces. La devoré. Fue un golpe inmediato que me dejó atónita. Encontré una narrativa ágil, una mirada profunda y filosa para retratar los aspectos más sórdidos de la naturaleza humana, y una pluma aguda, rigurosa y clara. Me pregunté otra vez: ¿quién es Imanol Caneyada?, por qué detrás de la gentileza y hasta desparpajo de su charla, hay una pluma tan punzante y dolorosa: su narrativa tiene la fuerza de cimbrarnos con golpes de una realidad tan profunda que nos confronta con nuestras propias emociones y formas de ver la vida. Incluso con nuestra escala de valores.

Hotel de arraigo, novela editada por Suma, del grupo Random House, refrenda de muchas maneras la esencia de la escritura de Imanol, quien tiene una carrera ya muy larga en la crónica y el periodismo narrativo. Con la crudeza característica de su forma de contar, en esta novela, el autor nos involucra en una historia que parte de un concepto legal que es cuestionable por abusivo, pero que en nuestro país tiene vigencia: el arraigo.

La figura jurídica de arraigo se contrapone totalmente a la presunción de inocencia de un inculpado, pues parte de que hasta que no se compruebe su culpabilidad no puede ser libre. El estado supone que si un presunto culpable no es ‘detenido’ podría darse a la fuga, entonces, las personas acusadas tienen que pasar un tiempo privados de su libertad, pero sin estar presos, sólo ‘arraigados’ para que en ese lapso se determine si es culpable o no.

Lo terrible en el estado mexicano y su forma de impartir justicia es que dicha actividad se utiliza como un recurso para ‘arrancar’ declaraciones a los detenidos a través de estrategias del todo ilegales como la tortura. De esta manera, las cárceles mexicanas están repletas de delincuentes que confesaron un delito a pesar de que ni siquiera se encontraban cerca del lugar de los hechos. El autor, entonces, crea una ficción para que el lector se cuestione, en primera instancia, sobre la impunidad que rodea a todos los que conforman la estructura de ese ejercicio irracional del poder.

En medio de ese contexto, se desarrollan personajes que, por muchos motivos, muestran su decadencia y al mismo tiempo, a través de su psicología, percibimos una esencia natural muy cercana a nosotros mismos. En esta novela, donde los acontecimientos se suceden sin darnos espacio para respirar, llaman la atención dos aspectos particulares: la paulatina descomposición de un escenario donde pareciera que, a pesar de la violencia, nadie corre riesgos, y el planteamiento trágico que late en toda la historia, incluso cuando llegamos a pensar que alguno de los personajes podrá redimirse.

El autor echa mano de un recurso que, aparentemente, es simple: la cotidianidad, pero llega a ser tan asfixiante por su naturaleza oscura y violenta, que nos conduce por una historia donde percibimos una gama muy amplia de relaciones interpersonales. Algunos personajes pertenecen a los grupos más altos del poder, en esa colusión en que se ha convertido nuestra vida sociocultural actual, donde empresarios y políticos están al servicio de la oligarquía, mientras otros personajes nos llevan a vivir la realidad de grupos menos favorecidos, pero dispuestos a todo para salir de la inercia de su rutina.

Las descripciones súper detalladas del crimen como industria dejan ver claramente el oficio periodístico de un escritor que se ha metido hasta las cloacas más descompuestas de la sociedad actual, donde la corrupción enraizada en la genética del mexicano es una moneda de cambio muy usual. A través de su narrativa, Caneyada nos pone en contacto con un mundo que quisiéramos creer lejano.

Las acciones se desarrollan en una ciudad –sin nombre- del norte del país, donde es fácil reconocer fórmulas de la nomenclatura mexicana en sus calles y avenidas, que incluye a nuestros héroes o procesos históricos, pero no es un lugar específico. Podría tratarse de Hermosillo, Tijuana, Juárez o cualquier otra ciudad fronteriza, y en ella acompañamos a personajes que podrían ser como cualquiera de nosotros:

Arnulgo Lizárraga, el experimentado policía judicial que pertenece a un escuadrón antisecuestros y que, de una manera casi natural y hasta encantadora, está vinculado con el crimen organizado, nos introduce en una cotidianidad casi nauseabunda, llena de superficialidades familiares donde la moda y el gym dictan sus necesidades. Llegamos a conocer tanto la vida interna del personaje que en un momento sentimos empatía y pena por lo que le pasa, pues de pronto él se convierte en su propia víctima. Casi sin darnos cuenta terminamos justificando sus acciones a pesar de que impliquen la traición a un código de honor.

Por otra parte, como en una especie de búsqueda de equilibrio, nos involucramos en el devenir de Gabriel García, un juniorcete que lleva una vida superficial y descontrolada; con una ausencia total de rumbo, pues su padre se limita a proveer en exceso bienes materiales, dedicándose a sus negocios y a sus propias necesidades afectivas, mientras su madre intenta llenar sus vacíos a través de la religión.

Ambos personajes sufren cambios radicales en su estabilidad a partir de un secuestro. Esta experiencia es definitiva en sus vidas y nos transporta, como lectores, por un precipicio donde la caída es irremediable.

Pareciera que, en algún momento, el autor tratara de ser benevolente con sus personajes y arroja un atisbo de esperanza en su devenir; sin embargo, la colisión de las fuerzas puestas en tensión no tiene vuelta atrás: el destino también es víctima de un determinismo impuesto por lo irracional de la realidad y las decisiones de los propios personajes.

Como en una tragedia griega, la experiencia literaria se convierte en la catarsis donde podemos depurar nuestras emociones y sentirnos apabullados frente a una realidad confrontativa, donde la inocencia, que apenas se vislumbra, se quebranta frente a la descomposición que va en ascenso y es imparable. El autor no tiene misericordia por nadie, mucho menos por el lector, lo cual se agradece. No hay elementos edulcorantes en la trama pues ésta es como la vida; sin embargo, es una vida que desde el podio de nuestra aletargada visión clasemediara y trabajadora no nos atrevemos a mirar.

El realismo de su propuesta no tiene que ver con el retrato superficial de la realidad, sino con un minucioso análisis y descripción de las emociones y la psicología de personajes que podrían parecernos detestables por su contexto: el crimen; sin embargo, la pluma de Imanol los hace enteramente humanos, con pasiones tan humanas como las que padecemos cada uno de nosotros.

¿Quién es Imanol Caneyada?, sigo preguntándome. Y la respuesta me deja esperando muchas novelas más. Imanol es un escritor imprescindible cuya poderosa narrativa nos lleva a hacernos muchas preguntas. Preguntas que, quizás, al intentar responder, nos lleven a cambiar el mundo. O, por lo menos, a ver escenarios que quizás no habíamos imaginado.

Como andar en bicicleta

Lo que nos ha permitido permanecer y crecer como civilización es nuestra capacidad para comunicarnos. A lo largo de la historia, el ser humano ha ideado formas de que este proceso sea más complejo, pero también más eficaz.

Si bien la comunicación escrita, en cada una de las lenguas gráficas que existen en este planeta, se apega a una serie de reglas arbitrarias, esta estructura es fundamental para que el sentido (tan amplio y tan ambiguo) de las ideas que genera el pensamiento puedan expresarse.

El controvertido filósofo Ludwig Wittgenstein asegura en su Tractatus: “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo” y esta aseveración ha generado todo tipo de discusiones entre filósofos, sociólogos, psicólogos, lingüistas, etc., porque pareciera que alguien cuyo lenguaje es limitado, tendrá también un mundo limitado. Sin embargo, si nos remitimos a la analogía del vaso medio lleno o medio vacío, y partimos de la idea de que la lengua, como uno de los sistemas lingüísticos que tenemos, no es la forma física del pensamiento, pero sí un recurso para construir y reconstruir nuestros universos, también podríamos reconocer la verdad que encierra: entre mayor sea el dominio de la herramienta que tenemos para proyectarnos, mayores serán las experiencias vitales que tendremos y que podremos construir. De ahí la necesidad imprescindible de ser un usuario de la lengua creativo, inteligente, informado y competente. Y sólo podemos hacerlo entre mayor sea nuestro conocimiento de ese sistema.

Paradójicamente, en la enseñanza tradicional de lengua, en todos los niveles escolares, los programas enfatizan la necesidad de tener una asignatura de español, pero no siempre se logran los resultados esperados. Como docentes de nivel superior, nos percatamos continuamente del alto déficit que tienen nuestros alumnos para redactar, argumentar y ser claros con sus ideas. Es decir, la enseñanza sistemática de la lengua, a lo largo de más de 12 años de formación, no ha otorgado a los estudiantes las herramientas para tener una comunicación efectiva.

Son muchas las variables que generan esta tendencia, una de las principales es que los libros de texto y manuales que se utilizan para esta tarea se asocian con aspectos gramaticales muy duros, (algunos de ellos son manuales españoles –yo aprendí con los de Manuel Seco y Samuel Gili Gaya) con rudeza lingüística y terminología especializada que, lejos de acercarnos al fenómeno, nos hacen odiar la escritura.

Cuando era adolescente me encantaba escribir (creo que a todos nos encanta a esa edad), pero no nos gusta la ortografía, ni las reglas y prácticamente queremos escribir tal y como hablamos (¿sí saben cómo? – de hecho, es un recurso del estilo que es muy difícil de poner en papel), no necesariamente como rasgo de estilo, sino por su inmediatez y nula revisión. Lo que decimos, una vez que ha sido dicho, no se puede corregir. Y creemos que escribir es igual. Para nada.

Considero, igual que muchos profesores de lengua, que lo que hace a un escritor magistral no es la textualización, sino la planeación y la revisión del escrito. Para hacer lo primero, escribir, no necesitamos más que conocer las letras, cómo forman palabras y saber trazarlas o elegirlas de un teclado. Pero para planear y corregir un texto necesitamos desarrollar habilidades superiores que se adquieren a través de nuestra capacidad de reflexionar sobre el proceso que implica la escritura. Es decir, una función metacognitiva asociada a la metalingüística.

Visto así, con estas palabrejas, podríamos creer que ya empezó a descomponerse el asunto, pero no. Realmente lo que quiero decir es que es indispensable la conciencia de lo que queremos decir, la conciencia de las ideas y de la forma en que las queremos comunicar; para ello necesitamos conocer las estructuras y reglas de cada una de las lenguas en que queramos comunicarnos. Lo bueno y divertido es que son pocas (las reglas) y si nos acercamos a ellas a través de textos dinámicos e inteligentes, la experiencia puede ser muy placentera, y no sólo eficiente.

Escribir es como andar en bicicleta: una vez que dominamos la técnica, después lo hacemos muy bien sin darnos cuenta de cómo lo hacemos; pero también, la única manera de aprender a hacerlo es haciéndolo (escribir y andar en bici). Y qué mejor si en nuestra práctica diaria contamos con las herramientas ideales para progresar en nuestro proceso de escritura. El manual de escritura que Robertha Leal-Isida y Dolores Sáenz han ideado, con ejercicios guiados, información fundamental y explicaciones adecuadas y sencillas, nos da las herramientas para que nuestras aventuras escriturales sean muy eficaces.

Escritura funcional. De la oración al párrafo tiene una ventaja muy evidente sobre la mayoría de los libros, cuadernos de trabajo y manuales de Redacción: el equilibrio entre su lenguaje aparentemente claro y sencillo, hasta jovial, y la fundamentación de sus explicaciones sobre las formas gramaticales y sintácticas que proponen.

Por otra parte, inmiscuirse en este texto significa ponerse a jugar un poco. Muchos de los ejercicios que ellas proponen son como rompecabezas o sudokus que el lector tiene que ir completando con base en su propia reflexión y propuestas lingüísticas. Las autoras se dirigen directamente a un “tú” lector y lo invitan a seguir los ejercicios y después de la realización, lo conducen a encontrar las características del proceso de escritura que se trabaja. Para hacer que la conciencia lingüística sea más clara, las autoras analizan muestras de textos multidisciplinarios publicados, es decir, se sirven del análisis de la ‘lengua viva’, puesta en escena, para explicar cómo funcionan las diversas estructuras, y con ello aportan al lector/practicante información que incrementa su cultura general.

Debo confesar, con riesgo de parecer ñoña, que la parte que más me gustó es la que nos muestra la función de las subordinaciones. Me divertí mucho encontrando los equivalentes adjetivos, o la sustantivación de los objetos directos estructurados como oraciones subordinadas. También es divertida y funcional la sección en que nos invitan a reconocer los usos adecuados e inadecuados del gerundio; pero sobre todo, el apartado que aborda los marcadores discursivos así como la organización y estilos de los párrafos.

El libro que nos ofrecen Leal-Isida y Sáenz no es un mero curso de gramática, sino un estímulo guiado para trabajar incluso de forma autodidacta, pues incluyen explicaciones muy puntuales y pequeñas rúbricas de autoevaluación. Los contenidos van desde la estructura y función de las palabras, las oraciones simples y compuestas, la concordancia, el párrafo, el texto, hasta los niveles morfológicos, como la acentuación y la ortografía). Por lo anterior, podría asegurar que las autoras establecen con éxito y pericia una conexión entre la morfosintaxis y la creación de textos, como escritura funcional.

Hace un momento dije que me encantaba escribir cuando era adolescente. En la secundaria, tuve mis clases y un maestro maravilloso, a quien decíamos Chavo porque se llamaba Salvador, nos hacía escribir muchísimo y nos pedía que no nos fijáramos en la ortografía. Después, él nos hacía comentarios sobre el contenido y subrayaba las frases que creía que tenían problemas; luego nos pedía que nosotros mismos nos diéramos cuenta de por qué no funcionaban. Esa práctica tan aparentemente insignificante, detonó mi gusto por analizar el lenguaje, pero más allá de eso, nadie me enseñó realmente cómo escribir, hasta que lo medio inferí en mi Curso Superior de Español, en la Facultad. Este libro, por tanto, ofrece a los que se inician en el gusto por la lengua y la escritura una guía práctica para que el proceso de reflexión y apropiación de la lengua escrita sea progresivo y ameno, de manera que logren una escritura poderosa y dinámica (y eviten las dobles adjetivaciones, por ejemplo).

Flanes Dalí

Una vez me puse a espiar a Luna e Ía mientras preparaban un pastel. Hicieron un batidero de antología, cual debe de hacerlo todo buen pastelero adolescente, pero el secreto que descubrimos es que, justo antes de ponerlo al fuego, Ía dijo: “un momento, falta lo importante: el amor”, y le mandó un besazo, tronado y toda la cosa, a la masa cruda. El resultado: uno de los mejores pasteles que he comido en la vida.

Después, cuando Luna y yo preparamos algo, hemos constatado que si no le lanzamos beso tronado a la comida antes de entrar al fuego, no queda tan rica como cuando sí lo hacemos. Conclusión: el ingrediente secreto es el amor.

Y también es más divertido y amoroso cocinar acompañado. Recuerdo que cuando era joven, no sé, de prepa, ¿o era en la secundaria, Nené?, ¿te acuerdas?, necesitábamos dinero para mi viaje de graduación… ¿o para que te fueras a Alemania? La verdad es que no lo recuerdo, lo que sí recuerdo, y con mucho cariño, es que nos pusimos a hornear pasteles para venderlos y nos quedaban muy ricos, aunque yo nunca pude hacerlos sola. Lo que sí aprendí muy bien fue a hacer un flan napolitano cuya receta nos pasó Ana Chen. Con el tiempo ha tenido un par de variantes pero porque descubrí que eso de la cocina alcurniosa no le va muy bien a mi paladar.

La receta original sólo lleva las yemas de los huevos y queso crema; pero a mí me gusta más la textura porosita y explosiva que le dan los huevos enteros y el queso manchego. Así es que, por primera vez en la vida, les daré la receta de mis riquísimos flanes dalinescos (si tienen dudas de su sabrosidad pueden pedir informes con mis hermanos o con mi amiga Sux). Además de que su preparación es megafácil, la inversión es mínima; acá les van los ingredientes:

·      4 cucharadas soperas de azúcar

·      4 huevos enteros

·      1 lata de leche condensada azucarada (pueden usar la versión light y no hay mucha diferencia)

·      1 taza de leche (de la que quieran)

·      100 gramos (o lo que tengas de queso manchego)

Una vez que tenemos todos los ingredientes a la mano, colocamos las 4 cucharadas de azúcar, esparcidas a todo lo ancho de la superficie de un recipiente de aluminio tipo flanera (funciona en cualquier olla, la verdad, pero si tienen flanera es más fácil) y lo ponemos directamente sobre la flama alta de la estufa, de tal manera que se caramelice. Una vez que el azúcar está quemada (en el tono que les guste que tenga la cubierta del flan), retiran el recipiente de la lumbre y dejan que la melcocha se endurezca (en un par de minutos).

Mientras el azúcar derretido se pone durito, arrojamos, con estilo y desenfado, todos los ingredientes en la licuadora. Doña Mí se enoja mucho cuando le digo: sólo revuelves todo y listo, pero es la verdad: echamos en la licuadora los 4 huevos, la lata de leche condensada, la taza de leche y el trocito de queso en cachitos, y los licuamos durante un par de minutos. Se deposita la mezcla sobre la flanera (cuyo fondo ha sido recubierto de azúcar caramelizado) y, antes de ponerlo durante una hora dentro de una vaporera en baño maría, se le lanza el beso más tronado de la comarca. Listo.

Si queremos darle más caché, se puede decorar, una vez que ha salido de su baño maría, con cajeta, duraznos en almíbar, fresas…

Después, todo es cuestión de jugar con sabores y texturas: se le puede agregar a la mezcla del flan una cucharada de café soluble o 5 galletas habaneras o marías, y licuar todo junto antes de ponerlo en baño María… verán como todo el mundo muere por sus flanes 😉

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