El sótano
Sara cierra el cajón de su escritorio donde ha guardado con cautela el informe que presentará mañana en la junta de accionistas; con el ligero golpe de la cerradura, se avispa el cansancio que le recorre desde los pies hasta los ojos y la invita a salir volando para dormir el poco tiempo que le resta de la noche; se apresura a tomar su bolso, verifica que las llaves del auto estén dentro y, tras un portazo, también abandona la oficina que está situada justo frente al elevador; con rápido paso se introduce, aprovechando que la puerta se ha abierto casi de inmediato, y pulsa la letra S; recorre en silencio, y con los ojos cerrados, los 15 pisos que la separan de la salida.
Cuando abre los ojos, ya está en el estacionamiento. Con un intenso parpadeo corrobora lo que ve: sólo queda su camioneta entre la cuadrícula dibujada en el asfalto, y el silencio se impone bordado por la iluminación moribunda y sucia de las lámparas. La luz se convierte en mosquitos blancos que la atacan. Sale del elevador tratando de no parecer temerosa; piensa que si nadie la observa, no tiene por qué fingir nada. El eco de su taconeo se acelera y, conforme se acerca a su vehículo, se pierde de tan espeso. Cuando cree que sólo se escuchan sus desbocados pasos, presiente unas pisadas a su espalda.
Con torpeza abre su bolso y busca las llaves. Las coge; se caen.
Se agacha. Levanta las llaves. Corre. Presiona el botón de apertura. Una sombra. Otra sombra. Dentro y fuera del auto. Se detiene. Abre la portezuela. La sonrisa juguetona de su hijo la sorprende. Un ramo de rosas la persigue desde que salió del elevador. Era su cumpleaños y lo había olvidado.
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