De lo cotidiano

Bitácora de Dalina Flores

Erotismo más allá del cuerpo

En Occidente es muy común encontrarse con la idea de que el erotismo tiene la forma del deseo anclado al cuerpo; de un deseo material encauzado en satisfacer las necesidades de las pulsiones somáticas. La publicidad y otros discursos hegemónicos (que han objetualizado a las mujeres a lo largo de muchos siglos) seguramente han dejado esta impronta. También la necesidad de seguir conservando nuestra especie ha dirigido nuestras conductas sexuales: los varones deben ser activos, seductores y alardear de su fuerza para someternos a sus pasiones; ejercer su poder para fecundar. Las mujeres, en nuestra condición de hembras, hemos de ser pasivas, recipientes abiertos donde se pueda fertilizar la tierra. Somos territorio para explorar y colonizar. Esa ha sido nuestra historia desde siempre; sin embargo, han existido, de forma soterrada, mujeres que asumieron su deseo y sus pasiones sin la demarcación patriarcal, a costa de su reputación y hasta de su vida (como en las cacerías de brujas). Estas condiciones han invisibilizado los cuerpos -y deseos- femeninos, mientras los varones disfrutan y alardean de todo lo que del suyo se deriva.

Por ello, no es extraño que en los discursos artísticos, académicos o publicitarios se explore el efecto libidinal desde la materialidad del cuerpo. El cuerpo asumido como vehículo para darle cauce a las pasiones. El cuerpo como el espacio y medio en el que se exacerban los efectos de cualquier excitación derivada de las pulsiones genitales, pero también como fin, razón o causa para buscar o intensificar esos estímulos. Los varones pueden regodearse en la búsqueda, el proceso y el objetivo a que los llevan sus exploraciones sexuales; las mujeres, a quienes nos ha sido vedado el cuerpo, tanto que ni siquiera podemos nombrarlo, no nos queda sino la imaginación.

No lo sé de cierto, lo supongo porque he vivido el proceso de recrear la imaginación y las emociones desde la evocación (la insinuación o las alusiones) más que desde la consumación material de los efectos del deseo sexual; sin embargo, a final de cuentas, resulta tan excitante como si se vivieran a través de la materialidad del cuerpo. Para la satisfacción del apetito sexual masculino, según Alberoni, es necesario activar los sentidos físicos, sobre todo la mirada y el tacto. Para los varones, ver curvas, depresiones, así como la exaltación de otros sentidos: olores, sabores, texturas, resulta una incitación incuestionable para la unión sexual. Probablemente, para ellos, el deseo (no necesariamente el amor) nace de las percepciones sensoriales y, de ahí mismo, la necesidad de satisfacer las ganas a partir de una acción unívoca: el orgasmo. Esa es la impresión, por lo menos, que los discursos hegemónicos nos han dejado tener sobre el erotismo masculino. Para las mujeres (que además somos multiorgásmicas, aunque las represiones sistemáticas a lo largo de la historia no nos han permitido reconocer ni disfrutar esta condición) el proceso es muy distinto: necesitamos, como dice Sabines, tiempo, abstinencia, soledad… y estímulos intelectuales.

A pesar de que Alberoni reconoce que las percepciones sensoriales también son importantes para detonar el deseo de las mujeres, al asegurar que el erotismo “femenino [es] más táctil, muscular y auditivo, más ligado a los olores, la piel y el contacto” no cabe duda de que si agregamos algún elemento que integre la compenetración, desde el diálogo y el reconocimiento con el otro cuerpo, la sensualidad se intensifica. Para la mayoría de las mujeres es importante jugar con la imaginación y evocar, a través de las posibilidades, situaciones recreadas artificialmente en el cerebro, donde las pasiones se exploren a partir de las emociones e, incluso, de la seducción intelectual. O tal vez también es un prejuicio que los discursos oficiales han difundido para seguir negándonos el derecho a vivir a través del cuerpo las pasiones que se han asociado a prejuicios clasistas discriminatorios. No sé, por ejemplo, si todas las hembras humanas se exciten al ver un especimen masculino mesomórfico desnudo, o imágenes de sus órganos genitales, como suele ocurrir, según cuentan los medios, con los varones, pues aseguran que, algunos de ellos, tienen respuestas fisiológicas, de preparación para el coito, con sólo observar el torso desnudo de una mujer, o al sentir el contacto mínimo de una piel femenina. Tal vez, lo único que podría considerar que tenga algo de cierto es lo que señala Bataille sobre el erotismo cuando asegura que sólo los seres humanos podemos llevar algo tan corporal y utilitario, como el coito para la reproducción, al nivel de lo sagrado.

Yo no lo sé, en efecto, porque mi materialidad me ha dado experiencias que, tal vez, podría asumir que son válidas para la mayoría de los cuerpos femeninos, aunque no dudo que existan mujeres a quienes les apasione observar la belleza masculina en toda su desnudez como preludio para el sexo…Cuando intentamos “ensayar” ideas, solemos caer en la tentación de creer que de nuestro tecleo en la computadora saldrán verdades universales inapelables; aún no alcanzo a entender la lógica del pensamiento humano al pretender que lo que, por ejemplo, yo percibo del mundo, sea igual o similar al resto de mis congéneres. Sin embargo, tal vez, cuando externamos nuestros sentires o “saberes” podemos abrir puertas al diálogo y al reconocimiento; tal vez, algunas otras personas se sientan identificadas, o incluso exiliadas de las experiencias compartidas y eso nos lleve a ampliar o matizar nuestras propias experiencias. Así es que, en lugar de pretender que entiendo algo sobre el mundo de lo erótico, sexual, sensual, sensorial, me limitaré a dilucidar, con la intención de organizar mis ideas, más que de explicar nada, cómo he experimentado el erotismo a partir de las condiciones particulares de mi cuerpo y sus circunstancias.

No hablaré más, entonces, de erotismo masculino o femenino, sino de las formas íntimas en que Eros se ha manifestado en mi cuerpo, siempre impulsado por las ideas, el alma, la mente, no sé, por algo que Gorostiza y otros autores han llamado inteligencia, cuya cualidad enlaza el cuerpo con el espíritu (o algo así). Es obvio, antes que nada, que estoy limitada por las posibilidades y expresiones de mi condición fisiológica; sin embargo, éstas son muy amplias. Empezando por mi piel, en la que he identificado diversos tipos de sensores que reaccionan ante cualquier estímulo; pero éstos deben ser muy sutiles. Apenas sugeridos para que la imaginación detone otras reacciones. Contrario a lo que suelen promover algunos discursos visuales, donde los estrujamientos violentos excitan, mi experiencia sostiene lo contrario: es más provocativo un ligero roce.

Otro elemento fundamental para la exaltación del deseo es el sonido. La voz masculina puede, literalmente, arrancar un orgasmo inesperado. Escuchar ciertos timbres, intensidades, profundidades, colores, desata la imaginación hasta dejarnos caer en el vacío. Y si al sonido le agregamos otros elementos semánticos, como la entonación, y, literal, el significado de las palabras que pueden ser enunciadas activando otros elementos paralingüísticos como la mirada, los desplazamientos y la proximidad, seguramente el cuerpo femenino responderá derramándose. Pero esa respuesta, desde mi perspectiva, no necesita ser saciada con lo físico. Es mucho más eficaz si la situación erótica se queda suspendida y la imaginación potencializa las posibilidades sensoriales del cuerpo seducido.

El despertar del deseo está justo en ese momento en que el estímulo, sutil, sugerido, se presenta y la imaginación empieza a desbordarse en busca de una o mil formas de cristalizarse. El momento de duda, diría Todorov, entre darle una explicación o maravillarse, cuando habla del efecto de lo fantástico, trasladado al efecto de lo erótico equivaldría a ese instante en que se suspenden las ideas y se da espacio para que el cuerpo o la imaginación, o ambos integrados, decidan hacia dónde transitar luego del estímulo para llegar al orgasmo: al aterrizaje fisiológico, a través del coito, o construirlo, desde la propia piel, a través de la imaginación. El erotismo, como lo fantástico, está sostenido en la duda, en la incertidumbre; en la imposibilidad de las certezas.

Ese momento, la duda, es una invitación a dejarse caer en el espacio regido por Eros; en apariencia vacío, pero lleno de posibilidades (el espacio donde conviven Eros y Thanatos, justamente). A diferencia del sexo físico, mecánico incluso, pues puede realizarse como cualquier otra necesidad fisiológica, sólo para satisfacerla, de manera burda y primitiva, el erotismo seduce, sin coaccionar o conducir las respuestas. Esa libertad es una especie de vértigo que se desparrama entre el sexto y séptimo chakras, para producir reacciones físicas que se incrementan ante el juego de la seducción. Invitar al placer es jugar sabiendo que cualquiera de los participantes debe perderlo todo, para ganarlo todo.

Pero existe también un gozo irracional ante la insatisfacción de las pasiones, por lo que el deseo permanece latente y nos deja siempre abiertos y dispuestos hacia el otro. Esa búsqueda nos convierte en espacios que van a la caza de muchos tipos de estímulos. Y justo ahí es donde la incertidumbre es seductora, pues su condición abismal, cuya esencia podría ser angustiosa, nos lleva al éxtasis en el que perdemos el control del cuerpo. La experiencia se convierte en un ritual casi místico o religioso donde perdemos la materialidad y nos quedamos suspendidos mientras dura el episodio extático. Éste es también el efecto de la literatura erótica, pues en su condición de posibilidad intangible, exacerba la construcción de la imagen evocada y por eso los lectores vamos tras ella. El erotismo surge de la alusión, de la representación o símbolo que sólo se sugiere; quien lee se apropia de la sugerencia para darle sentido a partir de sus propios deseos. La pornografía, al contrario, es explícita y descriptiva; se centra en recrear el coito como un juego de poder y sometimiento. El erotismo exalta los sentidos sin tocarlos artificialmente; la pornografía se centra en el cuerpo, en su materialidad y conduce las ganas hacia la consumación, como acto mecánico, pero no las provoca.

Es justamente la provocación lo que exalta nuestras pasiones. Y ésta puede generarse por estímulos que no tienen nada que ver con el cuerpo; que trascienden la materialidad de los sentidos, porque ante la seducción de la inteligencia, por ejemplo, que no tiene forma física, es imposible resistirse. Al escuchar una idea inteligente, planteada de forma encantadora, el cuerpo se excita a tal punto que se manifiesta a través de condiciones fisiológicas intensas: taquicardia, elevación de la temperatura, inflamación de zonas erógenas, sudoración y lubricación. Cuando dos organismos se conectan más allá del cuerpo, es el deseo de poseer al otro a nivel intelectual lo que los hace despojarse de la propia individualidad y abrirse a la seducción del encantamiento emanado del individuo deseado (al punto en que se desea también el cuerpo que lo contiene). No es sólo la inteligencia, sino la forma de ver el mundo y la interacción que se establece entre las ideas de ambos organismos: como si se fuera tejiendo una red a 4 manos (o a 2 cabezas); probablemente esa integración-fluido (fluyente; que va de un lado al otro sin detenerse) podría ser la esencia de la “química” intelectual; del deseo por el otro, sin que importe el cuerpo. No hay nada más erotizante que una conversación inteligente y estimulante, aunque quien la emita tenga cuerpo de hombre, de mujer o de quimera.

De sueños y revelaciones

Tuve un sueño muy extraño; no sé si fue una pesadilla o un sueño lúcido: mi papi (ya sé que estoy muy mayor para decirle papi a mi papi, pero nunca dejaré de hacerlo porque lo necesito tanto o más que cuando era niña) y yo caminábamos por una especie de ciudad pequeña, con un poco de neblina y humedad; mientras nos íbamos alejando del centro, las calles se tornaban más estrechas y escarpadas, pero la neblina se iba desvaneciendo. Teníamos que subir por un camino empinado para encontrar algo, no sé qué era lo que buscábamos, pero no podíamos parar; el esfuerzo que yo hacía por respirar era extremo. Mi papi iba un poco atrás de mí, pero yo lo podía ver de reojo. Él no se esforzaba; pareciera como si la subida no le estuviera costando ningún trabajo. Yo sentía ardor en las piernas y que cada vez mis pulmones estaban más colapsados. Era como si el aire fuera de plomo; de alguna sustancia pesada y viscosa que, al entrar por mi nariz, la obstruyera. Como el dolor de pecho y la angustia de no poder respirar eran cada vez más intensos, le dije que no podía seguir intentándolo. Él insistió: tienes que llegar, vamos, no pares, camina… y yo lo intentaba, pero era casi nulo el tramo que avanzaba. En un punto, ya no pude seguir y le dije: ay, espera, me estoy mareando, creo que me voy a desmayar, detenme. Él, rápidamente, se puso atrás de mí y me sostuvo de una manera tan afable que pareció que yo no le pesara nada. Al estar en sus brazos, sentí una paz y bienestar tan intensos que le pedí que él me llevara cargando hasta donde teníamos que ir, al fin que no le pesaba nada. Él me dijo que no, que yo tenía que seguir caminando y respirando; casi al mismo tiempo, me dejó caer con estruendo. Al azotar, tuve un golpe tan duro que fue como si de pronto mis pulmones se “descolapsaran” y una ráfaga violenta de aire entrara por mi nariz. Justo en ese momento desperté escuchando (así, gerundio tal cual: iba despertando y escuchando al mismo tiempo) mi propia inhalación estruendosa en la vida real. Mi corazón estaba aceleradísimo y me dolían los pulmones. Muchísimo, como si hubiera estado haciendo un gran esfuerzo por respirar. Inhalé y exhalé algunas veces hasta que ya no me costó trabajo y mi respiración se fue acompasando. Estaba segura de que estaba despierta, y de que el camino escarpado, en busca de algo, había sido un sueño, pero no sé, todavía, por qué mi cuerpo sentía la experiencia del sueño como si lo hubiera vivido en realidad… lo pensé muy poco tiempo porque de inmediato volví a dormir.

Lo que me resulta muy enigmático es que, desde el lunes, he estado teniendo mareos y vértigo y, en un par de ocasiones, sentí que me iba a desmayar, o como una especie de desvanecimiento que no me deja respirar y me dobla las piernas. En la vida real. No me desmayé, ni nada grave, pero no me he sentido bien.

Lo más raro, o raramente coincidente, es que, bueno [corte a mi vida hace más de 20 años] desde que nació mi hija, casi inmediatamente, debido a muchos vericuetos hormonales y de otras índoles que ya les contaré en otro episodio :P, descubrimos que tengo miles de quistes en ambos senos; ha sido un proceso muy molesto, pues las biopsias dicen que no hay nada de qué preocuparse, pero que sí debo evitar las hormonas porque soy propensa a desarrollarlos. Desde que lo recuerdo he vivido así y, dos veces en concreto, he estado a punto de sendas cirugías. Primero, con la esperanza de eliminar algunos quistes muy dolorosos; la segunda vez, con la convicción de extirparme ambas mamas; pero, providencialmente, en las dos ocasiones, recurrimos al maravilloso té de mangostán y de inmediato se redujeron los síntomas, los dolores y los tamaños de mis quistes. El año pasado, yo ya ni me acordaba de los famosos quistes; me encontraba muy feliz, shalalá, shalalá y, mientras dormía, mi papi vino a mi sueño y me dijo, “chaparrita, tienes que revisar tus quistes todos los días; mira nada más qué enorme está éste y ni lo has notado”, mientras lo señalaba. En ese momento, desperté y toqué mi quiste: ahí estaba; era enorme, casi como una pelota de ping-pong (o más grande); en duermevela sentí que era más grande de lo normal, que no podía haber quistes tan gigantescos y, de inmediato, me volví a dormir; fue como si mi estado consciente le dijera a mi inconsciente que todo era parte del mismo sueño (o al revés). El caso es que, al despertar, ya con el día a cuestas, me levanté muy tranquila y relajada, sin un rastro del sueño en mi memoria, y me fui a correr y a nadar muy quitada de la pena. Al ir nadando, no sé si les pasa, a pesar de que los entrenadores nos regañan por eso, iba pensando en todo: desde la inmortalidad del cangrejo hasta en por qué a los jóvenes les gusta el badbunny, y, como un flashazo, me llegó la imagen del sueño: estar tocando un quiste enorme en mi seno derecho. Y juro que, sólo por comprobar que había sido un sueño muy loco, palpé mi tecla derecha y, no manchen: ahí estaba: un quiste enorme, del tamaño de una pelota de ping pong.

Un día antes de que mi papi se fundiera con el universo, convertido en polvo de estrellas, estuvimos platicando, de política y de todo. Cómo extraño charlar con él. Mientras él intentaba dormir, se agitaba, pues su insuficiencia cardiaca le causó muchos estragos en los pulmones y, repentinamente, medio se incorporaba en un sobresalto. Me tocó verlo experimentar esa situación algunas veces y al verme, se relajaba y sonreía, y me explicaba: “Ay, está muy loco, es como si chocara de pronto con una de las imágenes que se me vienen en tropel: una tras otra, vertiginosamente, no puedo controlarlas, veo a mi madre, a mis abuelos, a mi hermana, los veo a todos, a todas las personas que he conocido, pasan muy rápido y, de pronto, choco con una de ellas y despierto. Es como si al intentar dormir, en el estado tan deteriorado de mi cerebro, él mismo intentara resetearse. Yo creo que por eso mucha gente dice que ve toda su vida pasar justo en el momento de la muerte”. La última vez que hablamos al respecto, justo unas horas antes de su partida, aunque sabemos que todos en la familia somos escépticos, en especial él, que nos enseñó a tratar de vivir sin ataduras dogmáticas, me dijo: si hubiera algo más allá, vendré a decírtelo. Y yo le dije que si yo me moría primero, le prometía que también vendría y encontraría una forma para avisarle; porque yo estaba segura de que mi papi se iba a recuperar. Pero se fue. Y he estado durante más de dos años esperándolo. Y no ha venido, ni me ha dicho nada, todavía. Pero desde que he tenido estos sueños, creo que realmente él está en ellos, no como una ilusión, un recuerdo o un anhelo; sino como una esencia real, una entidad energética, algo,  que sigue muy cerca de mí, haciendo lo que siempre ha hecho: cuidarme.

 

Identidad y pellizcadas light para el antojo

Lo que más extraño del centro y del sur de este país es la comida. Por supuesto, del sur, también sus playas y su clima… pero hablemos mejor de asuntos culinarios para que la nostalgia no nos lleve a tirarnos por la ventana. Del sureste extraño las frutas y yerbas exóticas como el chipilín, la variedad increíble de plátanos, la locura gustativa de los tamales, los totopos y los quesos. Ah, también los granos de café cubiertos de chocolate. Del centro, extraño casi todo lo que pueda ser ingerido: tacos, tlacoyos, cecina, elotes de mil variedades. Pero lo que más más más extraño son las picadas, pellizcadas o sopes (según la región).

Cuando recién llegué a Monterrey aún traía fresco el talento cocinero y mis hermanos insistían en que pusiera un negocio de comida, en vez de dedicarme a las Letras. Y casi lo hacemos, si no es porque todo lo que hago en la vida es inspiracional (y no me siento feliz con eso, pero a lo que voy es que si se me van los hados, duendes o alebrijes creadores a pastar al monte, pues ya no me sale nada), y nomás no pudimos darle seguimiento. Además, todo en mí obedece a la voluntad de mis ancestros.

En esa época, casi todos los fines de semana (bueno, unos cuantos), me ponía a hacer huaraches (una especie como de sopes alargados –parecen la suela de un huarache) y, por lo menos, ya no echábamos de menos el sabor capitalino. Hoy, no sabía en qué condiciones estarían los suculentos y sublimes espíritus de mis ancestros, pero quise hacer una prueba para ver si aún tengo un poco de su exquisito embrujo; descubrí, para el placer de mis roomies, que las pellizacadas todavía me quedan muy buenas, así es que, como no quiero arder en el círculo de los díscolos y egocéntriocos, he venido a compartirles la receta (esta vez incluyo imágenes y toda la cosa, para que no haya pierde).

Lo primero que hay que hacer es buscar un lugar donde vendan masa nixtamalizada y, como está en chino conseguirla en la ciudad, pues entonces uno emprende el rumbo hacia Galeana. Pero, como ésta es la versión simplificada, es mejor comprar un paquete de harina de maíz en cualquier centro comercial, pero de preferencia que sea maíz martajado. A dos tazas (más o menos) de esa harina (nunca la mido, sólo vierto los ingredientes hasta que mis ancestros susurran en mi oído que debo pararle) se le añade una cucharadita pequeña de sal (la famoza pizca… pero puede ser chiquita, grandota o grandecita) y se le va agregando agua fría, poco a poco, hasta que la masa deje de estar pegajosa y sea posible de amasar sin dejar pegotes por todos lados. Una vez que se tiene lista, se le da una probadita para ver que no haya quedado muy salada. Si sí, pues se le agrega la harina y el agua necesarias, a ojo de buen cubero (y ni me pregunten de dónde viene esta expresión, porque la exégesis no es apta para el tema que hoy nos ocupa), para rebajar lo salado; si quedó buena, nos ponemos una estrellita en la frente, o un par de chiqueadores en las sienes, para evitar todo tipo de malestares mientras cocinamos).

Mientras la masa se deja reposar un rato, en una sartén se pone una nadita (que equivale a algo así como una cucharadita pequeña) de aceite, porque recuerden que estamos en la versión light (si no, utilizaríamos manteca para mejor amarre) y se le agregan dos nopales picados en cuadritos. Una vez que los nopales pierden la textura babosa, se añaden unos cien gramos (si usted no es vegetariano) de cuadritos de arrachera o sirloin, o bien, de cuadritos de champiñones (o las dos cosas, justo como se ve en las imágenes). Cuando la carne pierde la humedad, se agregan trocitos de cebolla en rodajas, picada, fileteada, según sea el gusto estético del cocinero, y se apaga cuando la cebolla se pone transparentosa.

Para hacer los sopes o huaraches, lo primero que se debe tener listo es un comal, bien curado (ojo acá, amigos regios: lo curado no tiene que ver con lo chistoso; es un proceso con el que se tratan los utensilios de cocina que se llevan a la lumbre, pero que son de origen artesanal) y bien caliente. Como mi comal ya está en las últimas no le tengo tanta confianza, entonces utilizo una sarten de esas que tenían teflón pero que luego de mil años se quedaron como pelonas, y los resultados son maravillosos. Una vez que está súper caliente (se prueba arrojando unas cuantas gotas de agua que saltarán chillando), se regula la lumbre a fuego mediano (no muy bajo, porque la tortilla se deshidrata) y se procede a, en una maquinita tortilladora si no se tiene la pericia para hacerlo a mano, aplastar la masa para que quede en forma de tortilla (si queremos hacer sopes) o alargadita (para huaraches), se coloca en la sartén y, cuando empiezan a hacerse como burbujas (cuando se inflan), se les da la vuelta. El chiste es que se haga con la mano pelona, pero mi personajo prefiere voltearlas como hot cake o usar un volteador.

Lo ideal, según lo dicta mi experiencia, es que sólo se le dé vuelta a la tortilla dos veces, de tal manera que la ‘carita’ pasará dos veces por el piso de la sartén, y la ‘espaldita’ sólo una. Así, quedará separada una capa más fina de la tortilla (la cara) y con esa hacia arriba, se procede a pellizcarlas (literal) alrededor de su circunferencia (o huarachosidad, según sea el caso). Las verdaderas expertas lo hacen con la mano pelona, pero yo, como soy muy cobarde, lo hago con un trapito y asunto resuelto. Si quieren probar su nivel de valentía, pueden intentarlo sin trapo: las quemaduras son espectaculares. Es importante que no se dejen enfriar antes de pellizcarlas, pues de hacerlo, ya no saldrá la minúscula montañita que evitará que se caigan los ingredientes que pondremos arriba.

Si se requiere una picada light no se recalientan con aceite, pero si queremos la versión original, entonces, ya para prepararlas, se pone aceite o manteca (pero no, porque estamos en versión light) en una sartén, se coloca la picada por los dos lados (o sea, primero de la cara y luego se voltea) y se le agrega salsa. Las verdaderas expertas dejan que la salsa hierva sobre la tortilla y esa es la señal para agregar lo demás: el compuesto de carne-champiñones-nopales-cebolla, crema y queso. Cuando el queso se derrite están listas para degustar.

Créanme: es una excelente opción para un domingo.

Sin título

(Porque a veces las palabras estorban, aunque se apresuren para mostrar nuestras emociones, y no pueden expresar eso que sentimos, pero queremos compartir. Y eso es lo maravilloso del leguaje)

Para mi queridísimo doctor Diablo y su odio por las subordinaciones y paréntesis

Estoy enamorada. Bueno, así me diagnosticaría Quevedo. De forma literal y emocional (o sea, no el diagnóstico, sino mi enamoramiento). Me explico: ayer, mientras corríamos bajo una lluvia muy fría (está bien, yo sólo caminaba rápidamente pues me duelen las rodillas), también sudaba copiosamente; es decir, las gotas me hacían tener frío; pero la prisa, calor. Así es que era el ejemplo viviente de la forma en que Quevedo define el amor: ‘es una herida que duele y no se siente’; también un ‘fuego helado’, un ‘hielo abrasador’. Ergo: si tengo frío y calor al mismo tiempo: estoy enamorada. En la dimensión del mundo sensible, por lo menos, eso es una prueba.

Emocionalmente, también. Resulta que la tristeza y la felicidad conviven en mi cabeza como hermanastras: extraño a mis amores regios, pero en la ciudad de México he estado tan feliz, tan acompañada, tan querida, que a veces pienso que realmente es el lugar adonde pertenezco. Y no. Porque también mi ciudad adoptiva me ha dado grandes amores y grandes posibilidades, y entonces me pongo a extrañarla y ya quiero regresar. Pero veo a mis enanos (Irma incluida), y me dan ganas de quedarme para siempre; o de llevármelos de regreso en la maleta.

Y después vuelvo a estar triste porque en esta ciudad, cuando estoy sola (en Monterrey nunca lo estoy; siempre hay un alumno en mi cubículo o un animalito a mi lado cuando Luna y Sergio no están en casa, que también estoy acompañada), me pongo a pensar en el abandono y en la soledad. Y no quiero que nadie se muera. Y entonces se me viene encima todo el desamparo letrístico que apenas estaba superando luego de que Saramago dejó de escribir para siempre. De hecho no: nunca volveré a despertar con la emoción de leer una nueva novela saramaguina. Eso es doloroso e insuperable; pero apenas estaba acostumbrándome a vivir con esa verdad, y nos abandona Gelman, con el que también se murieron muchas esperanzas. Y luego José Emilio, para recordarnos de la absurda absurdidad de la muerte. Y como cereza del tétrico e infame pastel, también García Márquez decidió botar la pluma. Para dejarnos cada vez más solos, porque, ¿qué es el mundo sin ellos?

Y quizás algún pragmático nos regañe por llorar tantas muertes de desconocidos; pero la verdad es que estos entrañables seres nos han acompañado tanto, a través de la lectura, y nos han provocado tantas emociones que su ausencia duele más, quizás, que la del vecino. Respecto a esta orfandad que hoy nos acecha, leí hace unos días un artículo cuyo autor asegura que ya sólo nos queda Vargas Llosa, como baluarte de lo que ha sido la ‘gran literatura’ de Hispanoamérica, y que cuando muera, entonces sí, nos quedaremos completamente solos. Yo creo que no. Que la muerte de Vargas Llosa, quizás, será como la del vecino, porque más allá de que es, quizás, el escritor más talentoso, de la actualidad, en lengua española, no ha dejado, quizás, una huella profunda en el corazón de sus lectores. Bueno, no quiero generalizar: por lo menos, no ha quedado nada en el mío (aunque sí en mi cabeza. Y confieso que me encanta leerlo y lo disfruto, pero jamás lo amaré como a los míos).

Lo que quiero decir es que no bastan los libros y no basta la literatura y no basta ser escritor para desbordarnos los afectos. No se trata de contar historias con maestría, ni de malabarear con las estructuras y el lenguaje de forma impecable. Los escritores entrañables se cuelan, como caldito caliente luego de la tormenta, en lo más desamparado del corazón, precisamente por su dimensión humana. Ese espíritu que los coloca hombro a hombro con el lector y que también los hace confrontativos: a través del espejo literario nos muestran lo que somos y nos dejan adivinar lo que deseamos y lo que queremos ser (ya lo dijo Paz algún día).

Y bueno, realmente yo no venía a llorar mis muertes, sino a agradecer las vidas y las coincidencias y los espacios (porque están de acuerdo en que bien pude nacer en una finca cafetalera en Guatemala y nunca haber llegado al universo de los libros y entonces nada de esto tendría sentido) que me han dado tantas alegrías.

Yo no sé qué hice en mis vidas pasadas para tener la fortuna de conocer, en un medio difícil, pero que me apasiona, el de las Letras (donde es una moneda corriente la soberbia y la altanería), a seres humanos verdaderamente entrañables. No sólo hablamos de escritores cuya obra es extraordinaria, sino de su capacidad para vincularse con sus lectores en muchas dimensiones, a través de esa maravillosa forma en que se acercan y nos miran. Y, generosamente, nos abren sus mundos.

Y no sé si son muchos o son pocos los escritores que logran este nivel de complicidad con nosotros, los mortales, pero me alegro de tener muy cerca algunas de las plumas más sólidas y talentosas de este país, porque esas plumas (que ya no son plumas, verdad, ya son compus) pertenecen a autores que, cuando sonríen, (no voy a salir con la ñoñada de que el mundo se ilumina, no) su franqueza penetra hasta el último de nuestros huesos. Justo igual que cuando escriben.

Y por eso hoy también me siento feliz, mientras sigo llorando porque no tendré una novela nueva de Gabo, ni de Saramago, ni de Cortázar. Y le agradezco a Jaime Alfonso y a Raquel y a Toño y a Alberto por dejarme estar cerca de sus mundos y por la esperanza de seguir leyéndolos. Siempre.

Sobre Aquí anochece, poemario de Lucía Yépez

Lucía Yépez es una de las voces más peculiares de la poesía mexicana contemporánea. Sus versos suelen tener la complejidad del erotismo, la evocación nostálgica de lo que se ha ido, pero también el llamado intenso de lo que podría ser, a través de un lenguaje preciso, lúdico, luminoso a veces y otras oscuro y, sobre todo, lleno de matices.

Estas características permean toda su obra y, por supuesto, no es la excepción su último poemario, en formato Poetazo, editado por Onomatopeya Producchons, en 2021. A través de los versos que conforman este pequeño libro, la autora crea atmósferas muy sensoriales que conducen el ánimo del lector mediante una serie de registros emocionales que van desde la angustia ante lo que se adivina como terrible, hasta la pasividad reconfortante de quien enfrenta la vida y sus consecuencias de manera luminosa y precipitada:

“las supersticiones (relinchar de caballos llegando de lejos)

es un caer de ángeles             pájaros temblorosos al calor del día

y una vez más para sentirme cobarde

con cristiana devoción me acaricio

y a carcajadas

penetro

yo misma

mi

soledad”

En los poemas iniciales percibimos que las imágenes están encauzadas como una serie de estampas que reproducen el dolor y la pérdida. En medio de la evocación emocional, con pinceladas precisas, la autora también traza el ocaso con toda la inminencia de su fatalidad, como se observa en:

“despierto en cada sueño en el sueño de alguien

no es sano andar sola con sal de luna entre los párpados

guardo tu rostro en un pedazo de vidrio

y mi historia de amor en el fondo del estanque”

Asimismo, de forma encadenada, la confrontación de conceptos opuestos que, a su vez, se complementan, nos conduce a reflexionar sobre la vida, sin dejar de sentir y pensar la muerte. La precisión de cada palabra sembrada en sus versos nos provoca un ir y venir constante entre las certezas y las dudas, las luces y las sombras, el inicio y los ocasos; mientras la voz poética va desvelando el anochecer, también declara: “en otros países está amaneciendo”. Y, a través de este juego de opuestos, la complejidad de la vida se instala en la memoria y en los sentidos:

“te esperaré (aventurera de los siete mares) en tu noche sin noche en tu

cuerpo sin deseo

postcoitum      homo tristis

masticando hojas de coca”

El erotismo exacerbado provoca en el lector una impresión de abandono que se funde con la idea de lo perenne, donde la fusión de los cuerpos aparece como un proceso cíclico en el que se posee la entidad ajena a través de la propia entrega, y que, al mismo tiempo, pareciera la añoranza de una historia de amor que se convierte en espejismo:

“amante mi lengua

(caracol marino)

sepega a tu entrepierna

afuera brama el viento obscuro

y la violencia del viento entra conmigo en ti

te pondré armas al hombro

bañaré de mí tu cuerpo”

Asimismo, la autora recrea la sensación de un deseo que se apaga, como si fuera la conciencia del proceso en que se va difuminando la vida. La imagen del atardecer aparece en medio del letargo en el que, a cuentagotas, va pasando la vida, como una permanente vigilia en la que lo único que ocurre es la espera. Una espera adormecida que pone en pausa el ímpetu vital, como preludio suspendido hacia el ocaso:

“envolviéndonos (nosotros lo sabemos)

yertos amantes quesconden su amor

en calles melancólicas con aromas de ciudades donde nunca estuvieron

rezándose sus mandamientos

amándose con lenguas de sombra y deseo

pero siempre es un loco

que sobre el polvo y el humo

con una corona de reina estará esperándote

en este atardecer donde veinte siglos de historia el viento vuelca”

El dolor y el desamparo se vislumbran como un tenue llamado a la memoria que ha dejado de latir, pero que añora el pasado a partir de altibajos emocionales donde conviven imágenes feroces entre las que los cuerpos se entregan hacia el ocaso:

“solo yo

en esta calle sola

por qué grieta la tarde vanocheciendo?

una lágrima cae sobre mi mano

soy la voz que clama en el desierto

Lady Godiva suspendida en el filo de un cuchillo

habrá un paraíso para mí?

detrás de los escombros hay fuego bajo las cenizas

y deslizándose por el muro las sombras de mis muertos

para nadie es un secreto

yo vengo de morirme

no de haber nacido”

La voz poética está consciente de la dualidad que la integra: existe sólo en el otro, a partir del otro; es con el otro, aunque se sabe solitaria porque se ha construido sumando sus pérdidas, cuyas sombras se hacen tangibles conforme va declinando el día, y la tristeza va tejiendo su nido:

“A la luz de la luna

las brújulas apuntan al ocaso

y en el secreto (inevitablemente        imprevisible) de voces cardinales

(conjuro de la media noche)

vengo a mirar al resplandor del sacramento inicial mi rostro al desnudo

[ y que nadie me llame

en el espejo

reflejo de otro espejo”

Lucía Yépez hace vibrar, en las fibras subjetivas del lector, emociones complejas, tan brillantes como oscuras, a través de imágenes plásticas y melancólicas, mediante juegos lingüísticos que son tan provocativos como delirantes; como se observa en la integración silábica peculiar (sinalefas) que abunda en sus versos, y los neologismos que constantemente nos recuerdan que la poesía es lúdica y profunda. Por otra parte, las imágenes que enmarcan la emoción en cada poema adquieren dinamismo al compás del ritmo: la voz poética se apresura, se detiene; a veces se precipita y arrebata y, en la siguiente imagen, se contiene con las posibilidades expansivas que logran los encabalgamientos, peculiar figura que puebla toda su obra:

“para distinguir hasta el último rastro de la melancolía

hay otra forma parasomarse al fondo de las heridas?

nace mi sombra al borde de tus ojos de jade

y acorralada en tu miradaceituna

soy la penúltima sobreviviente

de la desobediencia y el sacrilegio en el Bajo Egipto

si yo gritara

alguien dentro de ti mescucharía?

Sin duda, Aquí anochece es una experiencia emocional que se visita de forma vertiginosa (el formato es breve), pero cuyo desbocado efecto permanece en la memoria del lector, más allá de sus versos. Sus imágenes se instalan de forma permanente y aguerrida en nuestra capacidad para reconstruir nuestros recuerdos, y la impronta de la sonoridad de sus versos se queda latiendo en lo más orgánico de nuestros sentidos. Aquí anochece nos revela nuestra finitud, pero también, la eternidad que cabe en los pequeños instantes en que nos detenemos a ver el mundo.

Setas a la mexicana y la reina de Moctezuma

Hace meses que no comparto mis recetas, ni nada. Hace meses que no escribo. Y es que no dejo de tener pájaros en la cabeza, pero ayer preparé un platillo delicioso que no me tomó ni cinco minutos. Entonces, mi corazón de abnegada madre mexicana me ha exigido venir acá a contarles y a darles la receta. Además, las setas, en particular, se reproducen en el otoño, así es que la temporada las pone al alcance de cualquier temerario cocinero.

También en esta época es común que mis alumnos empiecen a extrañar mi atuendo, algunos incluso me han preguntado que por qué ya no ‘ando de mexicana’. Lo que pasa es que cuando empieza a hacer frío, la ropa típica que me gusta va dejando de ser apropiada. Sin embargo, todavía este ombliguito de verano (así es el otoño en mi cabeza), me permite, por un par de meses, seguir pareciendo mexicana.

Ya sé que no tienen nada que ver las setas con la reina de Moctezuma (quien supongo que era la esposa de Moctezuma), sin embargo, de alguna manera, están emparentadas las ideas de mexicanidad y exotismo en ambas referencias. En Monterrey casi siempre me cuesta trabajo conseguir estas ¿esporas?, hongos pluricelulares, dice la wikipedia, ya que no forman parte de la dieta típica. Quizás alguno de ustedes no haya probado aún platillos elaborados con ellas, pero les aseguro que una vez que prueben esta modalidad, no podrán dejar de consumirlas. Ya lo verán.

Sólo necesitan 4 ingredientes y un poquitín de aceite de oliva, que puede ser en aerosol (o pueden poner su aceite líquido de botecito en un aspersor de plástico (de esos que usan los estilistas) y tienen el efecto de dispersión similar al de los aerosoles), el caso es que se usa poquitito aceite.

Decidí compartir la receta, entre lo que ya he dicho, porque esta mañana, en el Tec, encontré a una compañera que hace años no veía; al verme, se acercó muy efusiva a saludarme y me dijo que le había alegrado el día, pues le encanta verme siempre tan colorida, con esta ropa ‘tan bonita y típica’ que siempre me pongo. Le ‘alegro la pupila’ dice, cada que me ve. Claro que agradecí sus amables palabras (que también colorearon mi ánimo) y seguimos cada quien por nuestros caminos. Al llegar a la puerta del estacionamiento, el guardia en turno me dijo: ¡qué guapa, maestra!, ¿de dónde es su traje? Cabe señalar dos cosas: acá en regiolandia ser guapo no significa ser bonito; y no traía ningún traje. Era sólo un pantalón blanco de manta y una blusa de Zinacantán, hecha a mano, con bordados de maíz (o sea, con forma de mazorcas) en colores cálidos. Es una blusa muy linda que siempre levanta suspiros; a pesar de que no falta quien la ‘chulee’, pero inmediatamente aclare que nunca la usaría a pesar de que ‘a mí’ se me vea ‘muy bien’.

En fin, ahí iba toda llena de colores y eso me inspiró: llegué a la casa, puse un cachito de chorizo en una sartén (y realmente no eran ni 50 gramos); piqué ½ cebolla en trozos medianitos, ½ pimiento rojo y un paquete de setas. Todo picado en la modalidad a’i se va (no tardé ni un minuto en picar todo), y se agrega al chorizo que estaba hace cinco minutos en el fuego. Se cocina en fuego rápido un par de minutos y se agrega un jitomate (el de ombligo, habíamos dicho) en cuadritos, durante dos minutos más. Así de rápido y así de luminoso. Como mi blusa de Zinacantán.

Y todo esto del atuendo viene a cuento porque es muy curiosa la forma en que la gente me asocia con la ropa típica mexicana (en efecto, casi toda mi ropa la he comprado en Oaxaca o Chiapas); sin embargo, también soy fanática de la ropa hindú (si no es mi favorita del universo, por lo menos sí es de las que más más más me gustan), y lo raro o simpático es que, a pesar de que lleve puesta ropa hindú, turca o italiana, como me acaba de pasar hace un par de semanas, la gente piensa que es ropa típica mexicana. Y es aquí donde aparece la reina de Moctezuma:

Hace un par de semanas, Susy, Pame y yo estuvimos en un congreso internacional, en la ciudad de México, al que asistieron, por supuesto –era internacional, personas de todo el mundo. El sábado habíamos presentado nuestra ponencia y para verme muy formal, me puse un pantalón y una blusa verdes, con brillitos, o sea, de esas chaquiras que se han puesto de moda últimamente. Según yo, muy a tono con el congreso. En la tarde, nos llevaron a Bellas Artes para asistir al concierto de clausura del evento, y de ahí caminaríamos al museo Franz Mayer. Al salir del palacio, se acercó una señora con un acento muy extraño (no podemos ponernos de acuerdo a qué sonaba) y me dijo (más o menos): ‘¿eres de México, verdad?, es que estás bien bonita, eres como, como, como un personaje’ (mientras tanto, otra persona que venía con ella no perdía la oportunidad de tomarme fotos -en serio, soy todo un souvenir), y después de alguna pausa, en la que buscaba las palabras, supongo, me dijo: ‘es que eres así como la reina de Moctezuma’. Y realmente no traía ropa mexicana. Y claro que Susy y Pame no pierden la oportunidad, cada vez que pueden, de recordarme mi condición ‘real’.

Y esta condición, en serio, es muy curiosa, me pasa sobre todo con los extranjeros, en México o fuera del país, siempre reconocen mi peculiaridad mestiza, quizás porque ya no puedo dejar de proyectar mi naturaleza colorida y autóctona. De hecho, una vez (y nunca lo repetiré) tenía que asistir a una reunión con el rector de una de las universidades donde trabajo, y se me ocurrió enfundarme en un lindo traje sastre -‘raya de gis’, le llama mi papi- que mi madre me regaló; iba muy entaconada y muy peinadita con una coleta. Justo antes tenía clases y, al entrar al salón, un querido alumno no tuvo empacho en exclamar: ¡qué te pasó, Dalina, pareces vendedora de Liverpool! Ese fue mi debut y mi despedida: no más ropa formal para mí. Me prefiero como reina de Moctezuma 😉

 

Lecturas para escuchar y dialogar

La violencia actual hacia las mujeres, violencia de género, como Rita Segato prefiere nombrar esta opresión, ha provocado un clima de convivencia ríspido entre diferentes frentes ideológicos y sociales, en muchos espacios, pero sobre todo en redes sociales, donde predomina una actitud soberbia y altanera que cancela, a priori, cualquier tipo de diálogo. Por un lado, tenemos el conservadurismo, cuyo principal interés consiste en seguir dando vigencia a las prácticas socioculturales que hasta ahora hemos construido y que ha permitido a algunos grupos gozar de privilegios (de los cuales pueden ser conscientes o no); por otro, algunas prácticas derivadas del pensamiento feminista, como el feminismo fundamentalista, ha hecho creer, de manera superficial, que los enemigos de las mujeres son los hombres, y en este discurso aplican la misma violencia sobre los otros (pareciera que sólo buscan un simple cambio de ejes). Las luchas feministas no se pueden simplificar de esa manera pues las mujeres no buscamos pasar de oprimidas a opresoras.

Lo que buscamos desde distintas trincheras es detener la violencia causada por la hegemonía patriarcal desde la que se han establecido prácticas machistas que, independientemente del sexo o género de las personas que las ejerzan, se sostienen en la idea de objetualizar y aprovecharse del otro, del más débil. En este sentido, buscamos nuevas formas de reproducción y distribución del poder, de manera que no haya opresión de unos sobre otros, sino equilibrio. Sin embargo, no se trata solamente de formular teorías y ecuaciones para dictaminar una nueva forma de relacionarnos social y políticamente, sino de luchar desde el fondo de estas prácticas, para modificar la inercia que nos ubica en lugares muy cómodos a quienes tenemos algunos privilegios (como el simple hecho de asistir a una escuela o tener una plataforma donde escribir), pero que confina a otros, sobre todo otras, a ser explotados.

Para empezar a transformar nuestros hábitos y costumbres, necesitamos escuchar las voces de la otredad a través del diálogo, lo cual conlleva a tratar de entender qué es lo que dicen los grupos que intentan cambiar el mundo y sus tradiciones, sobre todo, desde dónde lo dicen, cuáles son los discursos y las prácticas históricas que nos han puesto en el estado combativo, condescendiente o reaccionario, en el que cada persona se encuentra. De ahí que sea tan urgente inmiscuirse en el pensamiento feminista, no como una obligación académica, sino como una estrategia para comprender la realidad. Y la mejor forma de escuchar es a través de la lectura.

Antes de hacer algunas sugerencias de lectura, debo confesar que desde siempre he tenido el privilegio de contar con el amor y la cercanía de mis padres y hermanos, que he gozado de la educación más digna que pueda haber en este país y que mi vida siempre ha estado rodeada de hombres y mujeres maravillosos. Y no por estas ventajas no he sufrido violencias de género; sin embargo, podría asegurar que he tenido también el privilegio de defenderme y de hacer que mi voz sea escuchada, sobre todo, porque desde que era muy joven tuve la fortuna de acercarme a diferentes corrientes del pensamiento feminista, que si bien me llevaron a ser consciente de mis privilegios, también pude comprender por qué todavía nos falta mucho camino por recorrer en la lucha por la equidad y la igualdad de derechos entre hombres y mujeres.

Cuando estaba en la preparatoria, tuve la fortuna de leer a Simone de Beauvoir a través de El segundo sexo, donde expone de manera clara y reveladora sus ideas sobre la construcción del concepto de mujer y cómo hemos sido confinadas artificialmente a una serie de prácticas en función de las necesidades de los varones; pero comprendí con mayor profundidad su discurso en La mujer rota, novela cuya trama gira en torno a la vida de una mujer educada de clase media que, a pesar de sus privilegios, está esclavizada, de una forma tan sutil que ni se nota, a tomar decisiones que la llevan a perder sus libertades desde la imposición de una cárcel que ella misma se fabrica.

Los libros de la filósofa francesa, sin duda, son esenciales para comprender el “feminismo de la equidad”, sin embargo, hay muchas otras voces de mujeres que desde Latinoamérica y España nos han llevado a comprender que hay muchas variables, no sólo el género o sexo, que se intersectan en los diferentes niveles de opresión, por lo que sería absurdo hablar de un solo feminismo o de una sola lucha, pues cada mujer, en cada pueblo del planeta, está sujeta a diferentes formas patriarcales de opresión.

En el libro Diálogo y Diferencia. Retos feministas a la globalización, las investigadoras Sylvia Marcos y Marguerit Waller recopilan textos de diferentes autoras donde exponen las enormes diferencias conceptuales entre los feminismos que se desarrollan en Europa y los que empiezan a despuntar en las zonas rurales del centro y sur de nuestro continente o el africano, enmarcado por prácticas rituales muy diversas y enfatizan que la economía es determinante para entender la construcción de los roles de género y las distintas relaciones del ser humano con el medio ambiente, en oposición a lo que plantea el discurso del feminismo occidental explicado por Julia Kristeva en El tiempo de la mujeres.

Un libro fundamental para entender lo complejo y variado de las luchas feministas sin duda es Feminismo para no feministas, de la española Rosario Hernández Catalán (además es ameno y no por divertido deja de ser profundo), en el que explica cuál es el problema de la violencia machista y la forma en que todos estamos involucrados en erigirla y legitimarla como práctica cultural vigente. Este libro es fundamental porque deja muy claro que las luchas feministas no son contra los varones; al contrario: es indispensable que se involucren en la detención de las prácticas devastadoras del consumismo capitalista, para frenar la violencia que los seres humanos ejercen sobre los más débiles, entendidos éstos como los grupos más vulnerables: mujeres, pobres, niños, animales, naturaleza en general.

Asimismo, una lectura esencial e imprescindible es Abrazar la vida. Mujer, ecología y desarrollo, de Vandana Shiva quien hace un paralelismo entre la opresión hacia las mujeres y la explotación desmedida que hemos ejercido sobre el medio ambiente. Desde la perspectiva del ecofeminismo es más evidente cómo esta lucha es contra los estragos terribles que ocasiona el consumismo capitalista y que nos afecta a todos los seres vivos de la Tierra.

Por otra parte, la miríada de perspectivas feministas también ha dado lugar a una serie de propuestas donde el cuerpo de la mujer es producto de su propia conciencia, como en el libro de Christiane Northrup, Cuerpo de mujer- Sabiduría de mujer, que explica, en términos médicos, cómo la famosa frase “lo personal es político” ha producido una serie de generaciones de mujeres débiles y enfermizas, pues de acuerdo con ella, no puede producirse ningún tipo de curación para las mujeres mientras no hagamos un análisis crítico  de nuestra realidad y cambiemos nuestras prácticas, creencias y suposiciones culturales. Para la autora, el patriarcado marca en la cultura la idea de que el cuerpo de las niñas, su vida, su ser femenino, es un acontecer por el que hay que sentirse avergonzado y pedir perdón por ello; para recuperar nuestros cuerpos es urgente cambiar este rumbo.

Es importantísimo, a partir de una perspectiva antropológica, considerar a Rita Laura Segato y su libro Las nuevas formas de la guerra y el cuerpo de las mujeres, construido en gran parte en México a partir del caso de las mujeres asesinadas y desaparecidas en Ciudad Juárez, donde explica que la vigencia de la violencia machista se debe a la participación de las mujeres en la difusión de prácticas opresoras paternalistas, y asegura que es necesario el surgimiento de una conciencia feminista que, importantísimo: no es exclusiva de las mujeres.

No sólo a través de la teoría crítica  es posible revisar las propuestas feministas para reconfigurar la concepción que tenemos del mundo, también es necesaria la lectura de obras literarias de autoras como Rosario Castellanos, a través de su poesía o su teatro (El eterno femenino), o la extraordinaria novela de Margaret Atwood, El cuento de la criada, incluso las novelas de Gioconda Belli, El intenso calor de la luna o La mujer habitada, para empezar a cuestionar las relaciones que siempre hemos entendido como “normales” entre hombres y mujeres, independientemente de nuestra edad y nuestros compromisos con el mundo que nos rodea.

Desde cualquier perspectiva: social, antropológica, ecológica o literaria, la mayoría de las autoras que han reflexionado sobre el feminismo coinciden en que el enemigo es casi invisible pues resulta muy fácil caer en la comodidad de la vida bajo esquemas patriarcales proteccionistas, y por eso mismo resulta seductor y paralizante. Así pues, es necesario leer el mundo, leernos a nosotros mismos, para entender cómo hemos fraguado nuestra ideología y cómo y por qué se resiste a los cambios que, sin duda, podrán mejorar la calidad de vida de todas las personas.

Coliflowers especiales para mis sobrix

No sé si es el encierro pandémico, o ya un efecto derivado de la acumulación de experiencia circulando por mi vida, pero me estoy convirtiendo en toda una tía (de esas que mandan piolines y bendiciones…ok, todavía no tanto), pues me ha dado una emoción enorme que mi sobrina Nana me hubiera pedido la receta de las coliflores empanizadas, luego de que subí una foto de algunos alimentos que preparé en una freidora de aire; si bien me encanta cocinar, y algunas cosas me quedan muy ricas (a juicio de mis roomies), tampoco es que sea una gran cocinera. Y por eso vengo acá a escribirle la receta con todo el cariño del mundo, esperando que le queden buenísimas.

Lo primero que debes hacer, querida Nana, es conseguir una coliflor entera (he comprado los floretes que ya vienen despencados y no quedan igual de crocantes. El tallo y las hojitas se las puedes dar a las tortus. Les encantan). Trata de que cada racimito (o florete como les dicen con más alcurnia, aunque Ía y Luna, y supongo que ustedes también, les dicen arbolitos blancos) quede de un tamaño coqueto: o sea, ni muy chico ni muy grande, para que sean fáciles de empanizar, pero que no tengas que hacer como diez mil empanizamientos.

Ahora que me doy cuenta, creo que conozco muy bien los gustos de Luna y de Ía porque ambos han pasado mucho tiempo conmigo (bueno, cuando eran más enanos, porque ahora ya ni me pelan), pero de ti, de Larix y de Gabit no sé tanto…o bueno, más o menos. Sé que Larix es ruda y le gusta practicar box. Y no quiere vivir en México. A ti te gusta jugar fut y no te gusta la leche, ni el huevo. Pero sí te gusta prepararte unos jugos bien creapys y bien ácidos. A Gabit le encantan los videojuegos y no le gusta la crema, y a Larix no le gusta la cebolla (¿o es al revés?); pero los tres aman la carne enchilada y el queso de Chiapas.

Bueno, también sé otras cosas: como que cuando eras bebesa odiabas que te tomaran fotos, ¿lo recuerdas?, te súper enojabas y te escondías cuando alguien quería hacerte una foto. Eras una niña bien bonita. Toda la vida recordaré cuando tus padres te dejaron en mi casa, porque iban a la maternidad para recibir a tu hermana, y Luna, que tenía como cuatro años, me dijo que yo era una mamá muy enojona. Y yo te pregunté: ¿Nana, tú crees que soy enojona?, y tú, muy segura y muy solidaria conmigo, respondiste: “No, tú eres pilí” (feliz). Me encantó que tu antónimo para el enojo hubiera sido la felicidad. Cuánto quisiera que se pudiera ser feliz siempre. Pero justo esa volatilidad es lo que le da su verdadero valor.

A veces pensamos que estamos tan contentos o pilices que nos comemos el mundo a grandes cucharadas, y de pronto, todo cambia, y creemos que somos los más desgraciados del mundo. Lo que me han enseñado casi cinco décadas de vida (de las cuales, si quieres, las dos primeras no cuentan, porque realmente hice muchas tarugadas) es que todo, absolutamente todo, está en continuo movimiento. Por eso no importa quién eres o cuánto tienes; lo único que realmente le da valor a nuestros instantes es el amor de la gente que nos quiere. Pero es importante reconocer, en algún punto de nuestras vidas, que a veces no nos damos cuenta del amor de los demás, porque todo el mundo tiene formas diferentes de querer. Y todos los seres humanos queremos que nos quieran como a nosotros nos han enseñado a querer, o como hemos aprendido o, finalmente, como podemos. Algunas personas quieren con hechos; otras, con palabras o con su presencia… otras más, con comida. Y por eso me encanta cuando les gusta lo que cocino. Aunque, la verdad, estos brócolis empanizados y picositos son obra de Luna. No sé si ella vio un tutorial o simplemente le echó lo que encontró en la cocina, pero la verdad es que quedan buenísimos.

Ya que tienes los arbolitos de buen tamaño, procedes a preparar dos recipientes (pueden ser dos platos hondos) para agregar, en el primero, dos huevos enteros, dos o tres cucharadas de salsa picante de tu preferencia, una cucharadita de salsa inglesa (o vinagre) y espolvorearle chilito piquín, sal y pimienta, al gusto (Luna y yo usamos un condimento buenísimo de limón en polvo con pimienta). La mezcla se bate muy bien. En el otro recipiente, se agrega harina (si quieres la versión saludable, la harina puede ser de avena o de amaranto), ajo en polvo (Luna y yo preferimos una mezcla de ajo con parmesano) y un poco de pimienta; se revuelven muy bien.

Lo único seguro, no sé si sea una condición natural (algún gen especial en la sangre) es que, independientemente de nuestra forma de querer, los adultos solemos tener un amor muy especial por nuestros sobrinos, aunque nuestros sobrinos no lo entiendan.  Yo también he sido una sobrina niña. Es algo muy extraño.  De pronto encuentras, de la nada, a un adulto que se alegra mucho de verte y te llena de besos y te dice que estás preciosa y que has crecido mucho y te cuenta cosas que hacías de chiquito y tú no entiendes cómo sabe todos esos detalles si apenas lo has visto un par de veces. Bueno, la razón es que, probablemente, ese adulto te haya visto más veces de las que recuerdas; otra podría ser que ese adulto puede ver todo lo que de su hermano o hermana hay en ti, y le parece la cosa más endiabladamente entrañable del mundo.

De pronto, los tíos sentimos un amor inmenso e inexplicable cada vez que vemos en una sonrisa, la tuya o la de Ia, por ejemplo, la misma forma y emoción de las sonrisas niñas de mi hermano Noni o de mi hermano Nano. Hace unos años, cuando Ía vino a pasar una navidad a la casa, sin sus padres, ¿lo recuerdas?, no me cansaba de decirle: hablas igual que mi Nano, sonríes igual que mi Nano, caminas igual que mi Nano, dices las mismas frases que el Nano… y él se hartaba y me respondía: sí, ya sé, igual que tu hermano; es obvio, soy su hijo. Pero lo que realmente quería decirle es que era como volver a tener 15 años y volver a estar con mi hermanito de 13.

Algo igual me pasa contigo y tu sonrisa. Hasta nervios me da, porque en ella reconozco los rasgos que precedían a una travesura de mi hermano Noni. Es algo muy loco poder ver los rasgos de nuestros seres más amados en otras minipersonas que, además, huelen a ellos y hablan como ellos. Recuerdo que, algunas veces, acompañaba a tu tío Sergio a recogerlos a la primaria y como tú, Larix y Luna iban atrás, yo cargaba a Julio David en el asiento del copiloto y me daban ganas de abrazarlo mucho y muy fuerte porque olía igualito, justo exactamente, como olía mi hermano Noni cuando era pequeño. Ese olor me llevaba en automático a la casa de Cuautla, cuando en calzones y camiseta corríamos como locos alrededor del jardín y luego, exhaustos, tomábamos sendos vasos repletos de chocomilk helado.

Ya que tienes todos los menjurjes preparados, deberás empanizarlos pasando cada arbolito por la mezcla de huevo, chochonearlos bien (que queden bien impregnados) y luego pasarlos por la mezcla de harina. Si quieres un capeado más espesito y saboroso, deberás repetir ambos pasos: cada árbol enharinado deberá regresarse a la mezcla con huevo y luego volver a enharinarse. Yo prefiero sólo darles una pasada. Si no tienes freidora, previamente debiste poner a calentar aceite suficiente para freír los floretes. Recuerda que antes de colocarlos, el aceite debe estar muy caliente y muy líquido para que se doren mejor y más parejos. Si tienes freidora, los colocas en la charola y los sumerges los segundos que consideres necesarios según tu preferencia. A mí me gustan bien doraditos. No quedan igual de ricos, pero también puedes meterlos a la freidora de aire, sólo que debes rociarlos con aceite en aerosol para que no queden tan resecos. Y listo.

Acompáñalos con más salsa picante o limón, o aderezo ranch, eso es a tu libre elección. Finalmente, el verdadero secreto de cocinar es ponerse creativas: echa a volar tus talentos; haz como Larix cuando era pequeña: le encantaba andar por la vida con bolsos de diferentes colores y estilos. Hasta la fecha, creo que es en lo que más se parece a mí (bueno, en lo berrinchuda y rebelde también, según dicen tu padre y tu madre, pero la verdad es que tanto ella como yo somos dóciles y amigables panes de dios, sólo que no se nos nota mucho).

Probablemente, algún día, entenderás cuánto te quiero, a ti, a tus hermanos y a tu primo, cuando dentro de muchos años, de pronto, llegue a tu vida un personito, pequeño, delgado y colocho, que se ría, camine y hable exactamente como Julio David. Mientras llega esa fecha, no olvides que debes cuidar tu pancita y no excederte con los irritantes. Come muchas verduras, en especial, papitas hervidas, sofritas con perejil… después te paso la receta. Son buenísimas para mitigar la gastritis.

Otras formas de aprender

A mis padres

El papel del docente es fundamental en nuestra formación, de eso no cabe duda; sin embargo, es importantísimo recordar que los seres humanos somos muy complejos y, como se ha podido corroborar en recientes investigaciones, el componente afectivo es crucial para el desarrollo de diferentes aprendizajes. He querido expresarme un poco acerca de este tema por dos asuntos que, aparentemente, no tienen nada que ver, pero sí están muy relacionados: el confinamiento al que estamos reducidos me ha condenado a no abrazar a mis padres, y ésa es una actividad que yo necesito para vivir. Fuera de eso no tengo ningún problema por estar encerrada. Y por supuesto que veo a mis papis de lejecitos, a través de la ventana de su balcón, y que los llamo por teléfono, pero no es suficiente. Necesito el contacto físico, necesito sentirlos, olerlos, morderlos 😀 abrazarlos bien fuerte.

Por otro lado, a menudo leo que muchas de mis amigas están muy desesperadas –con justísima razón, porque la SEP ha decidido no reanudar las clases presenciales hasta que el semáforo esté en verde, por lo que seguirán teniendo a los niños todo el día en casa, con labores de cuidadora, enfermera, cocinera, asistente, y mil etcéteras derivados de la crianza y de la formación escolar, pero también deberán seguir realizando sus respectivas tareas laborales, en el caso de que sigan contando con el privilegio de trabajo-desde-casa. Si sus empresas les exigen el retorno presencial, la angustia se profundiza. Todo eso lacera el bienestar emocional y fisiológico, por supuesto. Si agregamos las pocas posibilidades de ejercitarnos, nos daremos cuenta de que estar viviendo esta contingencia deteriora significativamente nuestro cuerpo.

No podemos soslayar que esta realidad es parte fundamental de nuestra vida diaria; aunque algunas personas no quieran contribuir al bienestar y salud comunitaria, omitiendo las recomendaciones de salud, las directrices de la SEP son muy claras respecto a evitar el contacto físico que, si bien es una medida urgente para controlar la diseminación del sars-cov2, atenta contra el desarrollo integral de nuestra personalidad. Somos seres gregarios, esto siempre se ha sabido, necesitamos a las otras personas para sobrevivir. Y en la escuela, las relaciones afectivas son fundamentales para apuntalar el aprendizaje.

Pero también fuera de ella, por eso quiero compartir con ustedes un poco de la experiencia que he vivido en torno al aprendizaje que, sin duda, no es un modelo perfecto, ninguno lo es, porque como bien dice el maravilloso Freire: lo que funciona para una sociedad, no necesariamente funciona para otra, pues las condiciones particulares nos determinan. Ni el agente que promueve el aprendizaje es necesariamente un maestro, ni un adulto, o una persona siquiera. El aprendizaje puede surgir de diversos agentes o detonadores. Y esta contingencia, paradójicamente, nos está brindando la oportunidad de enseñar/aprender/formar ciudadanos de una manera no tradicional que, quizás, pueda ser estimulante y muy valiosa para el futuro de nuestro mundo.

A estas alturas de mi vida, puedo asegurar que el 80% de todo lo que sé (que es bien poco, lo sé, pero algo es algo; al menos he sobrevivido) lo aprendí de mis padres, y quizás sólo el 20% lo he aprendido de las instituciones. Esta afirmación parecería arriesgada si no tomáramos en cuenta que el amor por la lectura, por la literatura, también fue heredado y promovido por mis padres, no en la escuela. De hecho, la escuela, al principio, como a la mayoría de los niños que deben acudir a un recinto escolar, me provocó repudio por la lectura. Me hizo considerar que leer era una actividad cansada, difícil, irracional y nunca divertida. El gusto real por leer vino de los libros que me regalaron mis papás, de las lecturas nocturnas, en voz alta, de mi madre, de las canciones y poemas recitados por su poderosa voz, de ver a mi papi leyendo todo el tiempo; de ver su pasión por recomendarnos libros y autores… La literatura, sin duda, ha sido una fuente inagotable de experiencias y conocimiento que me han llevado a hacerme muchas preguntas y a tratar de entender la vida con apertura. Pero también la presencia cercana (que no es una perogrullada aunque parezca redundancia) de mis padres, su mirada, su apoyo, su apertura al diálogo, me han llenado de información y datos necesarios para enfrentar la vida.
Cuando pienso en la relación que he tenido a lo largo de casi cincuenta años con mis papás, no puedo pensar más que en amor. En cercanía. Me han consentido muchísimo, pero también me han regañado sin cortar mis alas. Obvio todo se ha dado en un proceso paulatino en que hemos crecido juntos. Cuando era adolescente siempre tuvieron los ojos muy abiertos y cerca de mí para orientarme y, por supuesto, para evitar que se me desbalagara la vida (cuando eres chavito no lo entiendes, y crees que son tus enemigos mortales; es normal, al final nos cae el veinte), pero permitiendo que expresara siempre mi personalidad como me diera la gana. Sin embargo, lo que ha sido fundamental en este viaje, siempre, es tenerlos a mi lado; saber que, pase lo que pase, nunca me van a abandonar.

Esta relación empezó muy intensa y muy abierta desde la edad de las preguntas. Nunca viví una pregunta sin respuestas. Toda la vida, desde que fui un bebé, mis padres tomaron la decisión de informarnos, de ayudarnos a crecer sin tabúes. Siempre he sabido cómo funciona mi cuerpo, cómo se han construido las sociedades, porque desde bien pequeños, en mi casa, siempre se ha hablado de salud, de política, de ideología, de libre pensamiento. Incluso mi gusto por el idioma español se debe a las explicaciones etimológicas que siempre me dio mi padre cuando le preguntaba sobre cualquier término o palabra nueva (leucocito, melancolía, dismenorrea…). Nuestras pláticas de sobremesa (hasta la fecha – y ésa es una de las razones por las que los extraño tanto) siempre han sido largas y profundas, con diálogos interminables desde donde hemos podido argumentar nuestras posturas. Una de las primeras palabras que aprendí es discernimiento. Desde que era niña, mi papi nos decía que como seres humanos siempre tenemos que tomar decisiones y para ello, necesitamos discernir, distinguir una cosa de la otra; tamizar y elegir. Toda la vida, mis padres nos han alentado a hacernos preguntas; a cuestionar la vida y los sistemas. Ellos han sido marxistas, libre pensadores, mi papi incluso ateo; sin embargo, en nuestras largas pláticas, me ha dicho que no le interesa abonar para nada al sometimiento de las religiones, por muy benevolentes que parezcan sus preceptos, porque sean cuales sean sus principios, coartan las libertades, la capacidad para discernir, pero que sin duda, la mayor prueba de la existencia de dios, o de esa energía que así solemos llamar, es la perfección del cuerpo humano; la belleza que hay en la naturaleza; el amor que podemos prodigar. Gracias a mis padres soy quien soy.

En fin, que todo esto viene a cuento justo porque esta pandemia nos puede dar la oportunidad de crear espacios de diálogo profundo, afectivo, significativo con nuestros hijos, dentro de los que, sin duda, podrán aprender muchas cosas de la vida y del mundo más allá de la escuela, pero también se darán cuenta de que sus padres son seres inteligentes y sensibles cuyo acompañamiento es un valor indispensable para construirse individualmente y en armonía con la comunidad (y no enajenados a ella). Los invito a darse la oportunidad de acompañarse mutuamente en este proceso que presenta muchos retos y frustraciones, aunque también nos ofrece una posibilidad para romper con la inercia de las tradiciones y experimentar otras formas de convivir cargadas de conocimiento.

Yo, la peor (cuarta parte)

Desde que supe que estaba embarazada, empecé a escribir el diario de Luna, donde iba haciendo notas sobre los cambios de mi cuerpo, de mi ánimo; reflexiones sobre el proceso de ir viendo cómo se iba formando otro ser a través de mí. Cuando ella nació, fui registrando lo que hacía, sus primeros descubrimientos y sus primeras palabras. Todo era muy lindo, pero también, con su presencia, llegó una maternidad súper demandante y me fui quedando sin tiempo y sin tanta energía para escribir. Si acaso hice algunos apuntes que luego convertí en una serie de confesiones que según yo, agruparía en una especie de columna personal en mi blog. Pero la verdad, a pesar de los apuntes, la vida es un remolino y no he tenido tiempo de darle continuidad a la idea.

Por otra parte, pensar mucho en la maternidad, en lo que implica ser una madre, me genera angustia en muchos sentidos. Lo primero es, como ya lo he dicho en otros lados, que con el nacimiento de mi hija conocí la felicidad y el amor más profundo, pero también el miedo. Vivo todos los días atormentada por la amenaza continua de que pueda pasarle algo, pero también vivo con la certeza de que debo dejarla vivir sus propias experiencias y tomar sus propias decisiones. Quiero que viva con intensidad sus sueños y que mi presencia sólo la acompañe sin limitarla. Pero al mismo tiempo me da miedo de que, con las ansias que tiene de vivir, tome decisiones cuyas consecuencias sean determinantes e irrevocables. Mas la quiero libre, como diría el buen Silvio, incluso libre de mí.

No puedo evitar regresar en el mar de la memoria y ver cómo me pedía que le comprara la ropa más excéntrica, y verla decidiendo cuándo y cómo usarla; o cuando me daba indicaciones para peinarla “de solecito”, con “un alacrán en la cabeza”, y nos divertíamos inventando peinados; eso la hacía sentirse feliz, auténtica. Y creo que era muy importante para su proceso de búsqueda de su personalidad; pero al mismo tiempo, me llenaba de pena (tristeza) y desolación ver cómo regresaba del kínder odiando alguno de sus peinados; pidiéndome que nunca más la volviera a peinar así, porque sus compañeros se habían burlado de ella.

Y así, poco a poco, ha ido enfrentando una serie de situaciones que la han hecho crecer, pero también darse cuenta de cuánto cuesta ir contra la corriente. Y otra vez me lleno de angustia y me pregunto si no habría sido mejor ser un modelo de persona más convencional; si, tal vez, como aseguraba su pediatra, era importante definirle (¿imponerle?) paradigmas sociales más acordes con el contexto, o simplemente, como él decía: “más vale una buena nalgada ahora que es pequeña, que irla a sacar de la cárcel cuando sea adolescente”. No le di nalgadas, pero tampoco (toco madera) la he ido a recoger a la cárcel. Por supuesto que ambas hemos cometido errores, pero nos han ayudado a crecer, a conocernos, a sentirnos más cerca, pues si de algo estoy segura es de que, pase lo que pase, tome las decisiones que sea y haga lo que haga, yo siempre voy a estar ahí, cerquita de ella, aunque lo único que tal vez pueda hacer sea prestarle mis brazos o compartirle mis lágrimas.

Como cuando tenía 11 años y por primera vez usó uno de mis delineadores para maquillarse; después de inventar estilos, quiso quitárselo y no pudo sólo con agua y jabón. Entonces me preguntó qué hacía. Yo estaba corrigiendo mi tesis doctoral y sólo le dije: en el baño tengo un desmaquillante, agarra un algodoncito, échaselo y con él te limpias cada ojito. Luego de un rato, escuché que se estaba bañando (en una hora en que no era habitual) y al entrar al baño, le pregunté que cómo le había ido, mientras, al mismo tiempo, vi sobre el lavabo el frasco de acetona. Al abrir la cortina de la regadera, vi sus ojitos irritadísimos y llorosos; todavía me dijo que le ardió un poquito, pero sí se pudo quitar el delineador. Y yo, histérica: ¡ay, chaparrita, te pusiste acetona!, ¡a ver, déjame verte bien!, y ella, toda calmada: no te preocupes, mamá, ya me estoy echando agua.

Entonces, otra vez la culpa. ¿Cuán cerca tengo que estar?; no quiero asfixiarla. Pero no quiero que sufra por no haberle ayudado a explorar el mundo.

Y mi madre, siempre sabia, siempre clara, siempre ahí, a mi lado, me dice que deje de ser una madre de libro (todo el tiempo estoy aplicando técnicas y procesos del constructivismo en su crianza); que cada hijo nos va enseñando, que sólo es necesario saber escuchar. Pero no sé cómo hacerlo. Sé que todos los días aprendo a vivir con ella, pero no estoy segura de que mis aprendizajes sean adecuados para su alegría, para su seguridad, para sus decisiones. Y lo peor del caso es que tengo una madre toda dulzura, toda sabiduría, toda alegría, toda entrega… entonces, cada vez que trato de ver desde afuera mi papel de madre, resulta que soy tan atroz, que a veces no distingo quién es quién en la casa. Por ejemplo: quiero hacerme una perforación en la ceja, y Luna no me da permiso… y hago berrinche y ella me explica que todo me da alergia, que no puedo perforarme porque es riesgoso para mí. Entonces, me doy cuenta de que si alguien realmente se preocupa por mí, es ella. Y más culpas se me vienen encima. Creo que a mis cuarenta y tantos, con una hija adolescente, la historia tendría que ser exactamente al revés.

Y yo, lo único que quiero es que sea feliz, no por obra de magia, sino porque haya aprendido a disfrutar la vida y a tomar las mejores decisiones para ella y para su comunidad. Y no sé si yo realmente la esté ayudando.

Por ejemplo:

-Madre, ya no necesito que papi me acompañe a la escuela cuando manejo; ya puedo irme sola.

-Nena, yo sé que te falta mucha experiencia todavía, y me siento más segura si papi te acompaña; pero la verdad es que, como soy una mala madre, no puedo imponerte mi decisión. Tú decide. Yo ya te di mi opinión, pero no puedo obligarte. Y te advierto que te digo todo esto porque realmente soy una mala madre; sé que en una situación de este tipo, debería imponer mi perspectiva y no dejarte manejar sola. Esa es la tarea de las madres (por eso nunca te dejé ir en el auto sin ponerte el cinturón de seguridad cuando eras pequeña). Pero ya no puedo. Ya no eres bebé y necesitas asumir tus decisiones.

Estos diálogos son terribles. Quisiera ser como fueron mis padres: súper liberales, buena onda, pero tajantes hasta la fecha: cuando dicen no… es no.

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