Enamoramiento y literatura I (o cómo llegué a ser biblionauta)
Prometo que esto es lo último cursi que escribo sobre la lectura literaria y la generación de vínculos afectivos (o sea, tal vez seguiré escribiendo al respecto, pero no desde la cursilería –aunque bueno, habrá que definir primero qué significa cursi; o quizás sí escriba más cosas cursis, pero no sobre la lectura). La verdad es que ya no quiero ser empalagosa, ni dar la impresión de que me pagan o tengo algún tipo de prebenda por promover autores. Me fascina leer. Y en este proceso he tenido las experiencias más intensas y extraordinarias del mundo. Eso es todo. Y me gustaría que todos los seres sensibles pudieran experimentar el amplio arsenal de emociones que se derivan del gozo de la Literatura.
Todos hemos escuchado un millón de veces, incluso lo hemos dicho: Lo más impresionante y maravilloso del universo es que cuando tienes un libro contigo, no estás solo. Un libro es el mejor compañero de aventuras. Lo hemos repetido tantas veces que se ha convertido en una idea vacía de tan común; sin embargo, nadie lo puede entender a ciencia cierta hasta que lo vive. Un libro nos ilumina, en todos los sentidos: nos llena de luz, y nos colorea. Poco a poco la vida va perdiendo lo gris, y los colores nos desbordan. Las palabras son pinceles que nos tocan. Y esas palabras vuelan, viajan y se posan en otros ojos, otros oídos, y trazan un cordón plateado que une bocas, orejas, corazones. Por eso, además del libro, la literatura nos permite hilar amistades, amores imaginarios y reales. Nos enamoramos de los personajes, de las historias, de los autores y de los amigos que comparten nuestras lecturas y con los que construimos nidos acogedores de palabras.
Así, puedo definir la historia de mi vida a través de mis libros y mis amores. Acercarme a los amigos más entrañables ha sido a través de las palabras (y a estas alturas ya saben que no me refiero a eso de ‘ola, ke ase’). Las palabras escritas, leídas, habladas, pensadas literariamente son las que tejen la urdimbre de los afectos…
El primer gran vínculo literario de mi vida fue Wilde y su príncipe feliz. Leer a Wilde era viajar a mundos extraños para una niña, y sorprenderse a cada página. Después vinieron Los Pardaillan y las emociones intensas: el caballero Honorato de Pardaillan y su encantador y valiente hijo, Juan, enfrentando las pasiones de la Francia prerrevolucionaria. No sólo viví y sufrí sus aventuras: entendí mucho de las religiones y las guerras. Entendí tanto que sólo sé que no las entiendo. Sufrí, como hugonote masacrado en la noche de San Bartolomé, con cada desencuentro que tenía el protagonista con su amada Luisa. Odie a Fausta con toda mi pasión adolescentesca (ahora recuerdo que yo también debo entender el odio que siente Luna por Brianda). Y, como lo he dicho cada vez que tengo ocasión, inicié un diálogo infinito con mi padre. Esta historia, contada en nueve tomos, fue la primera que me dio espacios para el comentario, la exégesis paterna, la argumentación a propósito de las isotopías (que claro, no sabía que se llamaban así). A los doce años, lo único que quería era seguir leyendo historias intrincadas y de época; por esta afición, no sé cómo, llegué a Los Borgia, sin olvidar El padrino y hasta a El burdel de lord Byron (que esto ya es otra historia). Después vino la lectura de José Agustín y mi entrañable amistad con Claudia, Sandra y Selene. Devorar las novelas y rolarlas inmediatamente para poder cotorrear al respecto: que si Violeta era buena onda, que si Dora no debió irse, que si Gabriel se suicidaba o qué demonios querían decir esos clics… y tratar de encontrar sentido al desenlace: hermenéutica rudimentaria, pero llena de pláticas intensas entre las que se mezclaban nuestras respectivas realidades. Después fueron Quevedo, Lope de Vega, García Lorca y los sonetos que escribía Alejandro. Horas enteras, entre clases, a la salida, en nuestras casas, tratando de encontrar la belleza en la música de la poesía. Y así, desde la prepa, no he parado de amar a la gente a partir de las lecturas. No he dejado de amar a los libros a propósito de la gente.
Cuando conocí a Sergio, le encantaba el teatro y había leído muchos guiones, pero como tramoya y técnico, no tenía mucho tiempo (ni interés, supongo) para leer otras cosas, así es que nunca había leído una novela. Le presenté a García Márquez y ya no pudo soltarlo. Además de que nos enamoramos entre las páginas de Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, Crónica de una muerte anunciada, se volvió uno de los lectores más asiduos y empecinados que conozco. Lee de todo y (lo peor, o quizás mejor) es la persona que más veces lee un mismo libro. Ha leído toda la saga de Harry Potter cinco veces, por ejemplo, y los dos libros de El libro de los héroes, tres veces (está a punto de empezar la cuarta lectura).
Pero creo que la conexión más sólida que he logrado a partir de los libros (aunque por ello más de alguno ha de llamarme mala madre) es con mi hija. Cuando aún no nacía, Sergio y yo le leíamos en voz alta: a mí me encantaba leerle poemas de Castellanos (tal vez por eso me salió tan rejega); y a Sergio, fragmentos de Don Quijote. Y cuando nació, desde que pudo poner atención en algún objeto, estuvo llena de libros. Leímos juntas a Browne, Kitamura, Hinojosa y un sinfín de autores e ilustradores infantiles. Pero lo extraordinario vino cuando ella pudo elegir sus propias lecturas. Por ella he leído y disfrutado a Pescetti, a Collins. Hemos compartido un millón de historias y puntos de vista: las decisiones de Atari, en Ojos llenos de sombra, la tristeza y la soledad de Sofía, en Las sirenas sueñan con trilobites, el desencanto y frustraciones de Maia, en Puppy love. Una de las más amplias conversaciones que hemos establecido juntas (de esas que duran para toda la vida), más allá de cualquier complicidad, se la debemos a Toño Malpica y su saga (aún inconclusa) de El libro de los héroes: nos preguntamos sobre cuál será el destino de Jop, si el videntismo de Brianda los salvará de los peligros que se avecinan (y que cada vez son más terribles), sobre la naturaleza de las mordidas que Sergio sufrió en su infancia y la extraña y permanente presencia de Farkas… y del miedo que nosotras mismas podemos soportar. Pero también otras historias de Toño nos han dado un millón de motivos para conversar: que si en la escuela tiene un amigo que se parece al Gugu, que si el protagonista de Ulises 2300 no es ni El caballo, ni Ulises, sino Alan, que si siempre hay personajes que son músicos… en fin.
En esta etapa de mi vida, además de seguir amando y leyendo con mis amigos, ser biblionauta implica pertenecer a una cofradía muy especial de lectores. Una hermandad que, más allá de los objetivos oficiales, busca seguir queriéndose y compartiéndose las maravillosas experiencias, particulares y comunitarias, de la Literatura.
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Soy tu «fans»… y leerte me ha recordado la complicidad que la lectura ha propiciado también en mi familia. 🙂