Sobre el amor y los placeres culinarios
Me di cuenta de que quería pasar el resto de mi vida con Sergio cuando, una noche, al despedirnos luego de un ensayo, lo que más quería en ese momento era llevármelo a mi casa y cocinarle algo rico para cenar. Neta: más que cualquier otra cosa (and you know what I mean). El asunto es que se lo dije: quiero hacerte de cenar el resto de mi vida. Así, en el cliché más machista que se pueda imaginar. En ese momento me importó un pepino toda la teoría de género (que ya me importaba, pero con otros nombres); era genuina mi disposición para cocinarle lo que me pidiera (aunque fuera mole poblano), lo único que quería era preparar algo rico, que nunca hubiera probado; darle el placer de otros sabores.
De pronto, ese lugar común de poseer a los hombres, de penetrarlos, a través de la comida, cobró sentido. No quisiera manosear las mismas ideas que Esquivel, Allende o la mismísima Juana Inés de la Cruz han desmenuzado a través de la hibridación entre cocina y literatura, pues sé que lo culinario es una facultad que hoy resulta muy ajena a mi vida. Claro que cocino. Algunas veces. La mayoría de ellas porque tengo que alimentar a mi familia (aunque esta labor también la compartimos: Sergio prepara los desayunos casi desde que nació Luna; a veces, también, prepara la comida. Lo que más me gusta es su pollo en vino blanco y sus frijoles con chorizo… bueno, sus frijoles con cualquier cosa), pero la verdad es que aún disfruto muchísimo las exiguas ocasiones en que aún me meto a la cocina (aunque eso sí: las noches son mías: es mi sino: preparar cenas).
Casi nadie lo sabe, pero cuando recién llegué a vivir a Monterrey, alentada por mis hermanos (toda la vida han dicho que les encanta mi comida), me gané la vida haciendo comidas para algunos empleados de Telcel. Y todos adoraban nuestras (porque Sergio me ayudaba) recetas. Pero ese proceso echó a perder un poco el nicho en que había colocado la tarea de guisar. Se ensució. Cocinar dejó de ser un placer movido por el erotismo y el amor, para convertirse en obligación.
Y como todo lo que me sucede, después de unos meses con ese trajín, el ángel culinario me abandonó. Ahora, cuando cocino, lo hago, claro, porque Luna y Sergio me inspiran. Invento recetas. La mayoría de las veces, les gustan. También cocino para mis amigos, pero ya no logro esos sabores que llevaron a Sergio a caer redondo en mis brazos. Es curioso: ahora yo caigo redonda cada mañana, cuando él prepara con una exquisitez extraordinaria, con minuciosidad impresionante, nuestros increíbles desayunos: si hace un cocktel de frutas, todas ellas están peladas con esmero y recortadas de la misma manera y tamaño, sin semillas; si es un sándwich, todos los trozosde queso o carnes frías son tratados con especias, igual que las verduras; los chiles, desvenados y cortados finamente. Gracias a él he comido los sándwiches más locos del universo: con champiñones, aceitunas, pepino, apio… De una forma peculiar, nuestro destino dio un vuelco impredecible y es Sergio quien ahora me posee y me ama a través de la comida (y de otras cosas, claro, que podrían llamar a la censura).
Quizás, cuando deje de investigar sobre narraciones y lenguajes, cuando el placer de dar clases se empiece a esfumar de mi vida, entonces regresará el toque maestro y volveré a cocinar como cuando mi hermano Noni me traía plátanos para que yo se los preparara. No lo sé. Por lo pronto, estoy segura de que la cocina no tiene que ver con cuestiones de género. Creo, más bien, que tiene que ver con una actitud: se cocina para quien se ama.
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Fantástico Dali, un viaje a lo más íntimo de tu hogar, con ese toque narrativo tan entretenido que te caracteriza… Ya puedo imaginar el aroma de tus mañanas con esos desayunos de Sergio y las variantes de sazón que les envuelve con tus cenas… Menuda pareja!!! Saludos. Y TIENES RAZÓN, SE COCINA PARA QUIEN SE AMA.