De lo cotidiano

Bitácora de Dalina Flores

Yo, la peor…

Tercera parte

Y luego están los descuidos. Porque cierto es aquel dicho con el que siempre sale mi madre: ‘tanto quiere el diablo a su hijo que hasta le saca el ojo’, o algo así, que significa que por andar queriendo tanto tanto tanto a alguien, nomás lo perjudicamos. A veces queremos protegerlos tan intensamente que ni los dejamos salir a respirar aire puro al parque. Sí, soy de ésas. Tengo la imaginación llena de posibilidades atroces que no quiero que ella encuentre en el camino, y lo más sencillo es guardarla en la tradicional campanita de cristal. Lo malo es que crecen. Y se rebelan, y ni permiso piden. Y al padre no le queda más que el corazón destemplado y una angustia intermitente. Y no es que uno quiera estar de inspector vitalicio de sus acciones, pero también vamos aprendiendo a golpes. Con cada golpe, el hijo se libera, aprende a hacer su camino y se fortalece; los padres, en cambio, con cada golpe (que se da el chamaquito) nos vamos construyendo una cadena. Y lo peor es que, muchas veces, al final, sabemos que fuimos nosotros quienes provocamos sus caídas. Cuando Luna tenía seis meses (esa edad donde los bebés ya están macicitos para empezar a estar de pie, pero no lo suficiente como para echarse a caminar por el mundo), la puse en su cuna, mientras yo bajaba a lavar los trastes de la comida. Sergio acababa de regresar al trabajo y la nena andaba medio inquieta. Entonces, se me hizo fácil ponerla en su cuna y alzar los barandales para que, aunque se parara, no pudiera caerse. El barandal tenía dos aldabitas en cada extremo y me aseguré de ponerlas para que no pudiera abrirlas. No había lavado ni dos platos cuando escuché un estruendo terrible, de los peores de mi vida, un silencio muy profundo, seguido del llanto más sorprendido que he escuchado jamás. Cuando llegué a su habitación, estaba en el piso, llorando amargamente. Fue la primera vez que se me rompió el corazón. Me puse como loca, la levanté, la acaricié, me puse a berrear como desquiciada, a dar vueltas por toda la casa con la muchachita, porque la nena no dejaba de llorar. Llamé a mi mamá a Cuautla, me dijo que me calmara, que qué bonitas cosas conmigo, yo era la adulta y la que tenía que mostrar ecuanimidad. Que buscara hielo, se lo pusiera, que le hablara con tranquilidad, que revisara su cabecita, que viera en qué condiciones estaba su mollera… en fin, mi madre sí sabe ser una madre de verdad (recuerdo, también, que llamé a mi hermano Nano y me contestó Irma; le conté, toda desesperada, lo que acababa de pasar y ella me dijo (la cito casi textual): ‘no te preocupes, amiga, los bebés a esa edad son de plástico, no les pasa nada.’ Tiempo después, la vida puso las mismas palabras en mi boca –dirigidas a ella, cuando mi querido Ía tuvo su primer descalabro doméstico. Y no por venganza, en serio, sino porque es verdad: los bebés son de plástico). Así, podría hacer una lista más o menos larga de todas las veces en que se me ha roto el corazón porque Luna ha tenido algún accidente. Creo que la que me ha hecho sentir más culpable fue cuando la muy señora de su casa, o sea, yo, me puse a hacer un pastel. Luna ya gateaba y mi madre le había hecho una especie de alfombrita esponjada, para que gateara sin lastimar sus rodillas, que estaba en la sala. En la entrada de la cocina, yo atravesaba una periquera para que ella no tuviera acceso. El asunto es que, esa vez, prendí el horno a no sé cuántos miles de grados; metí el tonto pastel; sonó el tonto teléfono y fui a contestar; no atravesé la tonta periquera, era cuestión de un momentito. O sea, fueron tres segundos. Suficientes para que no sé cómo, Luna llegó a la estufa, cuando la vi, estaba incorporándose, precisamente con apoyo en el cristal del horno. No quiero recordar, en serio (aún tengo pesadillas), el grito que escuché. El peor de mi vida. Cada vez que lo recuerdo, se queda un pedazo de mi corazón en el limbo. Por eso –y supongo que nos va pasando a todos los padres, somos sobreprotectores. Ya no puedo confiar en los ‘no pasa nada’, ‘es sólo un momentito’, ‘es acá muy cerca’. No quiero que se vuelva a caer de cabeza de la cuna, ni que se queme las manitas. No quiero que nada le vuelva a doler en la vida. Pero también sé que tengo que darle su espacio. Sé que ya no puedo andar encima de ella, como botarga, tratando de protegerla, sobre todo cuando estoy a punto de caer en una crisis de histeria y es ella la que me dice: ‘a ver, mujer, relájate, no pasa nada: si algo tiene solución, la tendrá, si no, ni modo: a otra cosa’. Por eso, cuando estoy en crisis, a veces me relajo porque sé que la tengo a ella (o a mi madre) para encender la luz.

One thought on “Yo, la peor…

  • Mony dice:

    Ahhhh! A mí se me cayó de la cama y también me puse a llorar y mi mamá no sabía si calmarme a mí o a Migdal. Y qué decir cuando le picó un alacrán!!! Hubiera deseado que al coche le salieran alas para llegar más rápido al hospital!!!

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