El libro de la negación o contar lo inefable
Hemos asociado el término inefable con la belleza; con aquella emoción que surge de la contemplación de situaciones o condiciones sublimes, cuya esencia es tan intensa que nos deja sin palabras. Ese silencio es la prueba de que hemos sido tocados por los dioses, por entidades etéreas e incomprensibles que están más allá de nuestra materialidad; ante la belleza y la conmoción que nos provoca, nos convertimos también en dioses.
Pero no todo lo inefable tiene esta condición de sortilegio. Existe, en la naturaleza de los seres humanos, también una proclividad hacia la destrucción, hacia la ignominia que nos coloca en las múltiples dimensiones del mal. Y aunque quisiéramos que el arte sólo se nutriera de belleza, su condición de universalidad lo lleva a ser el proceso más incluyente de las manifestaciones humanas. Ricardo Chávez señala, en su prólogo a El libro de la negación: “Esta historia es la peor del mundo, por lo tanto, es terrible.” Y también nos lanza una advertencia: “Para aquellos que no gusten de las historias trágicas, este libro tiene un final feliz en alguna página cercana al final. Les recomiendo no seguir adelante después.” De inmediato imaginamos que la tragedia nos hará sufrir un poco, pero que lo superaremos al saber que sólo es ficción. Además, haciendo gala su experiencia como psicólogo, de forma inversa nos reta a llegar hasta el final. Ya lo han comprobado muchos investigadores: la curiosidad no sólo mato al gato, también a las personas. Y allá vamos, creyendo estar a salvo, a leer con entusiasmo la historia.
Antes del entusiasmo de la lectura, diré que llegué a El libro de la negación a través de una afortunada recomendación tan exhortativa que me llevó a hacer malabares para poder asistir, con una de mis mejores amigas desde la infancia, a su presentación en la FILIJ del año pasado. Me impresionó escuchar a un escritor lúcido y desafiante respecto a sus ideas sobre el mal y la necesidad de contarlo para conjurarlo, así es que en cuanto tuve el libro en mis manos, me puse a leer, y no terminé hasta que aterricé en Monterrey. Lo único que recuerdo es que me quedé sin palabras, pero no por eso sin ideas; al contrario: mi cabeza era una olla de alacranes. Alacranes, no grillos. Me sentí indigna (no indignada –o quizás un poco), me sentí avergonzada de ser persona; apenada de creer que tengo un ingrediente –inteligencia, sensibilidad, emociones, espiritualidad- no sé, que me convierte en algo distinto de un demonio.
El libro de la negación aborda la violencia física que los adultos hemos ejercido a lo largo de la historia sobre los niños precisamente por ser frágiles e ingenuos (lo que de entrada espanta: los hemos violentado porque nos tienen confianza). Mientras el niño narrador nos cuenta sobre sus padres (y el dilema que tienen acerca de los temas que deben o no leer los pequeños), y sus incursiones secretas en la lectura de una novela que su padre escribe y escribe sobre la violencia, el autor hace un recuento histórico de los episodios en que la humanidad se ha volcado, con saña y alevosía, sobre nuestros niños.
No es una lectura fácil, mucho menos si pensamos que es una literatura para niños; rompe totalmente con la intencionalidad pedagógica y moralizadora que, hasta cierto punto, prevalece en las historias para los más pequeños. No nos ofrece un texto balsámico. Al contrario: nos desnuda desde adentro. Es necesario leer dos veces para percibir de forma rotunda la intencionalidad y los efectos de sentido de su propuesta. Durante la primera lectura todo es un indicio, incluso la naturaleza de la voz que narra la historia; pero cuando la anagnórisis se apodera de las ideas, ese momento culminante del drama en que al lector o espectador le caen los veintes de la historia, nos enfrentamos a la indefensión. Y cuando me refiero a que es difícil de entender, no quiero decir que la trama no sea clara, sino por su efecto devastador.
Debo confesar que a Ricardo Chávez Castañeda sólo lo conocía por referencias, sobre todo las asociadas a la generación del crack que surgió en nuestro país en los años noventa, pues había sido uno de sus precursores. Y debo confesar que los autores que se ubican en esta tendencia no me gustan tanto porque, lo poco que he leído, además de su manifiesto, me parece artificial y, hasta cierto punto, pretencioso. Sin embargo, cuando supe de El libro de la negación, me sentí entusiasmada porque es una propuesta incluyente (prefiero nombrar así, por lo pronto, a lo que se ha llamado literatura infantil y juvenil), es decir, es un libro para todo tipo de lectores. Sin embargo, algunos adultos que lo han leído, consideran que no es apropiado para los niños porque les muestra una realidad muy dolorosa. Creo que esta polémica es uno de los méritos más interesantes del texto, ya que propone un diálogo permanente que trasciende el papel y, precisamente, esta aparente discusión es una forma de tender puentes.
Pero estos puentes se convierten en terrenos resbaladizos porque surgen de un texto que nos confronta y nos acusa. Y lo peor: nos lleva a un laberinto de preguntas del que no podemos escapar. La continua reflexión permanece para siempre. Una vez que El libro de la negación ha sido abierto por el lector, éste se condena a no poder cerrarlo nuca; se erige como una pregunta constante que a la vez nos inculpa. Por eso tenemos que indagar, en nosotros y en el mundo, las explicaciones que nos salven.
Uno de los elementos fundamentales del libro, además del tratamiento del tema y su estructura -que irán descubriendo a medida en que lo lean- es el diseño de Alejandro Magallanes; sus imágenes son un llamado a la emoción sombría. Podríamos seguir nombrando elementos que se conjugan para hacer de esta publicación, editada con la belleza que caracteriza los ejemplares de El Naranjo, un libro imprescindible, pero nos llevaría muchas cuartilla. El placer de lo terrible lo encontrará cada lector en su propia mirada.
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