Palabras como acciones (para dar autonomía y seguridad a los niños)
Primera parte
Una de las premisas de la novela Los juegos de la violencia, de Ricardo Chávez Castañeda, es que la única manera de erradicar la violencia es enfrentándose a ella para conocerla y desactivarla; como si fuera una bomba. De alguna manera, su propuesta nos lleva a concluir que para conjurar a los fantasmas es necesario nombrarlos. Y para nombrarlos es preciso perder el miedo.
Para hablar de la vida tendríamos que sepultar nuestros temores y aprender a nombrarla detalladamente. Nombrar todo. Escudriñarlo todo y definirlo para intentar entenderlo y, mejor aún, saber qué hacer respecto a todo lo que vamos descubriendo. Es decir: hablar nos tendría que llevar a seguir hablando, a seguir nombrando; a establecer una cadena de comunicación quizás tan sólida que nos permita llegar a la comunión con el otro, o por lo menos a la comprensión del otro.
Como hemos visto a través de la información que vuela en las redes sociales, la violencia está en todas partes. El movimiento feminista, en las últimas fechas, detonó una serie de agresiones desde todos los frentes, precisamente porque no hemos sabido nombrarnos. Desconocemos tanto al otro, a nuestra historia y a nuestra realidad actual, que todos creemos que tenemos la verdad en la mano (o los pelos de la burra, como dice mi marido). Hemos visto a todo tipo de artistas e intelectuales (o simples opinadores públicos) enfrascados en pugnas descomunales que evidentemente surgen de monólogos vacíos, sin intenciones de estrecharnos en un diálogo.
A partir de un discurso agresivo y descalificador, incluso las personas que, en teoría, han tenido acceso a la educación, son sensibles, preocupados por el bienestar social, se han erigido como líderes de bandos contrapunteados. La vida real aún me preocupa más. Quiero decir que si todo tipo de violencia ha surgido de personas “civilizadas” que se persiguen y queman a través de las redes sociales, no sé qué podemos esperar de toda la gente que no tiene acceso a la educación, a cultivar su espíritu a través de las artes, o de todas esas personas que viven en burbujas llenas de lujos tan ensimismados que también son ciegos frente al otro. Porque no se trata de pobreza. Qué podemos esperar de todo ese gran pueblo mexicano que ha heredado sin cuestionamientos un machismo devastador.
Esos mexicanos son los que han difundido y legitimado miles de agresiones en nombre del género (la trata de personas, la esclavitud sexual, el abuso infantil, etc.). Han promovido y aplaudido el sinsentido de la publicidad diseminada por las redes. Lady cien y la polisex son ejemplos de situaciones que quisiéramos que fueran una broma desafortunada, pero esa es la realidad de la conciencia del mexicano, subyugada por la publicidad, la corrupción y la rapiña. Las evidencias muestran un contexto sociocultural donde no estamos a salvo de nada, cuando los ciudadanos, hombres y mujeres, sucumben ante los estragos de este pseudocapitalismo pernicioso y atolondrado.
Desafortunadamente los más pequeños son los más vulnerables frente a estas prácticas depredadoras: el #miprimeracoso nos ha dejado destemplados: hemos callado tanto y con ello legitimado y dado valor a la violencia sexual contra las niñas, que lo que resulta anormal es el respeto. Con una amarga sorpresa vi que en el muro de una amiga, alguien comentó que se sentía un poco liberada después de escribir una experiencia en que fue acosada, pero que ésa no había sido la primera, pues si hubiera narrado la primera, su familia se colapsaría. Obvio porque el abusador era un pariente muy cercano. Lo más terrible es que, a partir de ahí, muchas otras amigas confesaron lo mismo: el primer acoso de la mayoría de las mujeres mexicanas ocurre cuando somos niñas y a manos de un familiar a quien nosotros o la familia le tiene mucha confianza o incluso lo respetan y lo idolatran.
Eso me lleva a pensar que tenemos que ayudar a las niñas, y por supuesto también a los niños, a que sepan defenderse no sólo ante desconocidos, sino ante cualquier persona que intente invadir su cuerpo, colonizar sus emociones, amedrentarlos o hacerlos sentir incómodos. El mayor problema es que los niños nunca han tenido voz. Los adultos nos hemos dedicado a silenciarlos desde el principio de los tiempos. Y cuando ellos se atreven a hablar, en el mejor de los casos los cuestionamos; en el peor, no les creemos pues “su mente fantasiosa los lleva a confundir o malinterpretar las situaciones”.
Hace poco un amigo hacía un llamado para la construcción de un nuevo varón que sepa respetar a las mujeres; lo hacía pensando en su propia pequeña quien aún está lejos de la ‘vida real’ que nos pone y nos ha puesto en peligro a lo largo de tantas generaciones. Sin embargo, las evidencias muestran que el peligro está en nuestra propia casa y no sólo me refiero a los agresores sexuales, sino a la descalificación que hacemos de los juicios de los niños. Es bien difícil imaginar que mi padre pudiera ser capaz de abusar de mi hija, por ejemplo, y quizás esa dolorosa situación hipotética podría llevarnos, para protegernos a nosotros mismos, a descalificar o minimizar lo que nos dicen los pequeños.
Quizás resulta difícil romper los paradigmas con los que fuimos ‘educados’ pero por el bien de la humanidad en ciernes, tenemos, como adultos, que dar herramientas a los pequeños, a través del lenguaje, pero sobre todo, a partir de la confianza. Nosotros no podemos ser jueces de nuestros niños. Debemos, al contrario, ofrecerles posibilidades para que ellos sean capaces de realizar libremente sus elecciones. Ellos deberían saber que pueden hablar de cualquier tema con nosotros y que nosotros sabremos escuchar (y respirar y comprender antes de pegar el grito en el cielo), pero sobre todo, que estamos ahí para ayudarlos. Pero para que sean capaces de hablar sobre la vida, sobre su cuerpo, sobre su intimidad, tenemos que construir con ellos un camino de confianza.
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