Las etiquetas y la literatura para todo público
El boom de la literatura infantil y juvenil en México ha significado una serie de apreciaciones que va más allá de su esencia literaria (si hablamos de “literatura”, en teoría, tendríamos que ocuparnos de esas características; sin embargo, la complejidad de su naturaleza nos lleva a cuestionar/reflexionar sobre sus implicaciones sociales, políticas, económicas, etc., de tal manera que casi siempre terminamos discutiendo asuntos que no son compatibles y se generan estériles intercambios de opinión). Sin embargo, me parece que es necesario abrir el debate en torno al “etiquetado” que llevan a cabo algunas editoriales (también escritores, promotores, mediadores, etc.) para “organizar” la venta de sus libros pero que muchas veces empobrece los criterios de selección y lectura.
En primer lugar, me parece un tanto ocioso, por reduccionista o condicionado, que las producciones literarias, del tipo que sea, se acompañen de un adjetivo relacionado con la ¿edad? del lector, ¿hasta cuándo se considera que un lector es un niño, o que un niño es un niño?, ¿9?, ¿10 años? Incluso las nomenclaturas derivadas de las experiencias lectoras asumen condiciones a priori asociadas con la infancia, por ejemplo: “para primeros lectores”, por su diseño particularmente, es una colección dirigida a niños, como si no hubiera adultos que se encuentran en ese estatus lector. O “para grandes lectores”, ¿cómo podríamos saber si un chico de 14 años, por ejemplo, es un gran lector si ha leído más de 100 libros del “género” young adult, o si un gran lector es un chico que ha leído 20 clásicos?, ¿o un chico que lee textos científicos? Sé que el asunto va más allá de la cantidad y de la calidad, pero por eso mismo, me parece que la adjetivación o el etiquetado es uno de los principales problemas asociados con la llamada LIJ.
En segundo lugar, no entiendo por qué la sigla LIJ se ha acuñado casi como acrónimo, al ubicar en la misma categoría a los libros que se escriben para niños y los que se escriben para jóvenes. En este sentido, considero que las etiquetas, más que ayudar a la venta de ciertos productos para un tipo específico de consumidor, interfieren en el proceso de selección de la experiencia literaria pues es común (lo he vivido muchas veces con muchos lectores) que las expectativas no correspondan al libro que eligieron. Incluso, un tanto en broma, la escritora brasileña Nilma Lacerda, en su ponencia Una infancia para los libros, cuestiona si literatura infantil se refiere a una literatura inmadura, como si los libro fueran los infantiles.
Creo, en todo caso, como dice Toño Malpica, que la literatura infantil incluye a los libros que hasta los niños disfrutan y, en ese sentido, es literatura para todo público, pues no está o no debería estar condicionada por la edad del lector. La literatura, en todo caso, tendría que ser sólo literatura; sin embargo, nos encontramos con otra disyuntiva cuando hablamos de sus intereses y sus funciones (de la literatura que también leen los niños) ya que su naturaleza se debate entre lo estético y lo pedagógico (y preferiría dejar fuera de esta discusión los contenidos eminentemente moralizantes).
A pesar de que muchísimas editoriales actualmente enfatizan la función didáctica de la literatura para niños, me parece que lo primordial es, para considerar un texto como literario, que su propuesta estética apuntale el pensamiento crítico, el gozo y el sentido ético respecto a la configuración de la comunidad, a través de recursos lúdicos, como la polisemia o la plasticidad (maleabilidad) del lenguaje para lograr efectos intelectuales y emocionales en el lector. En este sentido, lo más valioso del texto literario es su capacidad para llevar al lector a hacerse preguntas y no a darle respuestas.
El efecto de la esencia literaria reside tanto en minificciones como en novelas de incontables páginas, independientemente de la edad de sus lectores reales y potenciales; por eso considero que es necesario compartir nuestras experiencias de lectura de libros que no tienen ninguna intención moralizante, pero que en el camino nos dejan pensando sobre la vida, como Akuika. El cazador de fuegos, de Javier Malpica. Es una novela corta que, sin ser pedagógica o moralizante, plantea una profunda reflexión en torno a la manera en que los seres humanos prehistóricos conquistaron el fuego, a través de una serie de experiencias donde los obstáculos que, en apariencia, incapacitan o minimizan las capacidades de las personas, las llevan a desarrollar otras áreas asociadas con la inteligencia.
Pero este libro merece un tratamiento aparte, por lo que pronto compartiré mi reseña al respecto.
‹ Libros maravillosos ¿Qué deben leer mis alumnos? ›
Dalina, muy interesante tu reflexión sobre la literatura y el pensamiento crítico. Hacia allá tendríamos que movernos. Como siempre, lúcida y lucida.
Esa etiqueta es para vender. Nada más. Lamentablemente, si queremos hablar de Literatura tendremos que esperar 20 o 30 años, cuando se reduzcan los intereses comerciales alrededor del libro-mercancía y queden solamente lo que verdaderamente importa: cómo vamos a ser recordados.
De entrada, me quedo con…»para considerar un texto como literario, que su propuesta estética apuntale el pensamiento crítico, el gozo y el sentido ético respecto a la configuración de la comunidad, a través de recursos lúdicos, como la polisemia o la plasticidad (maleabilidad) del lenguaje para lograr efectos intelectuales y emocionales en el lector.»
Y, de salida, con la idea de las… «etiquetas», vista como el objeto fundante de un necio afán mercantil que no se ha dado cuanta que en lo fragmentario está su contraparte: la cohesión.
Saludos y gracias, querida Doctora.
Hola, Jorge. Muchas gracias por tu lectura y tu comentario.
Saludos 🙂