Otras formas de aprender
A mis padres
El papel del docente es fundamental en nuestra formación, de eso no cabe duda; sin embargo, es importantísimo recordar que los seres humanos somos muy complejos y, como se ha podido corroborar en recientes investigaciones, el componente afectivo es crucial para el desarrollo de diferentes aprendizajes. He querido expresarme un poco acerca de este tema por dos asuntos que, aparentemente, no tienen nada que ver, pero sí están muy relacionados: el confinamiento al que estamos reducidos me ha condenado a no abrazar a mis padres, y ésa es una actividad que yo necesito para vivir. Fuera de eso no tengo ningún problema por estar encerrada. Y por supuesto que veo a mis papis de lejecitos, a través de la ventana de su balcón, y que los llamo por teléfono, pero no es suficiente. Necesito el contacto físico, necesito sentirlos, olerlos, morderlos 😀 abrazarlos bien fuerte.
Por otro lado, a menudo leo que muchas de mis amigas están muy desesperadas –con justísima razón, porque la SEP ha decidido no reanudar las clases presenciales hasta que el semáforo esté en verde, por lo que seguirán teniendo a los niños todo el día en casa, con labores de cuidadora, enfermera, cocinera, asistente, y mil etcéteras derivados de la crianza y de la formación escolar, pero también deberán seguir realizando sus respectivas tareas laborales, en el caso de que sigan contando con el privilegio de trabajo-desde-casa. Si sus empresas les exigen el retorno presencial, la angustia se profundiza. Todo eso lacera el bienestar emocional y fisiológico, por supuesto. Si agregamos las pocas posibilidades de ejercitarnos, nos daremos cuenta de que estar viviendo esta contingencia deteriora significativamente nuestro cuerpo.
No podemos soslayar que esta realidad es parte fundamental de nuestra vida diaria; aunque algunas personas no quieran contribuir al bienestar y salud comunitaria, omitiendo las recomendaciones de salud, las directrices de la SEP son muy claras respecto a evitar el contacto físico que, si bien es una medida urgente para controlar la diseminación del sars-cov2, atenta contra el desarrollo integral de nuestra personalidad. Somos seres gregarios, esto siempre se ha sabido, necesitamos a las otras personas para sobrevivir. Y en la escuela, las relaciones afectivas son fundamentales para apuntalar el aprendizaje.
Pero también fuera de ella, por eso quiero compartir con ustedes un poco de la experiencia que he vivido en torno al aprendizaje que, sin duda, no es un modelo perfecto, ninguno lo es, porque como bien dice el maravilloso Freire: lo que funciona para una sociedad, no necesariamente funciona para otra, pues las condiciones particulares nos determinan. Ni el agente que promueve el aprendizaje es necesariamente un maestro, ni un adulto, o una persona siquiera. El aprendizaje puede surgir de diversos agentes o detonadores. Y esta contingencia, paradójicamente, nos está brindando la oportunidad de enseñar/aprender/formar ciudadanos de una manera no tradicional que, quizás, pueda ser estimulante y muy valiosa para el futuro de nuestro mundo.
A estas alturas de mi vida, puedo asegurar que el 80% de todo lo que sé (que es bien poco, lo sé, pero algo es algo; al menos he sobrevivido) lo aprendí de mis padres, y quizás sólo el 20% lo he aprendido de las instituciones. Esta afirmación parecería arriesgada si no tomáramos en cuenta que el amor por la lectura, por la literatura, también fue heredado y promovido por mis padres, no en la escuela. De hecho, la escuela, al principio, como a la mayoría de los niños que deben acudir a un recinto escolar, me provocó repudio por la lectura. Me hizo considerar que leer era una actividad cansada, difícil, irracional y nunca divertida. El gusto real por leer vino de los libros que me regalaron mis papás, de las lecturas nocturnas, en voz alta, de mi madre, de las canciones y poemas recitados por su poderosa voz, de ver a mi papi leyendo todo el tiempo; de ver su pasión por recomendarnos libros y autores… La literatura, sin duda, ha sido una fuente inagotable de experiencias y conocimiento que me han llevado a hacerme muchas preguntas y a tratar de entender la vida con apertura. Pero también la presencia cercana (que no es una perogrullada aunque parezca redundancia) de mis padres, su mirada, su apoyo, su apertura al diálogo, me han llenado de información y datos necesarios para enfrentar la vida.
Cuando pienso en la relación que he tenido a lo largo de casi cincuenta años con mis papás, no puedo pensar más que en amor. En cercanía. Me han consentido muchísimo, pero también me han regañado sin cortar mis alas. Obvio todo se ha dado en un proceso paulatino en que hemos crecido juntos. Cuando era adolescente siempre tuvieron los ojos muy abiertos y cerca de mí para orientarme y, por supuesto, para evitar que se me desbalagara la vida (cuando eres chavito no lo entiendes, y crees que son tus enemigos mortales; es normal, al final nos cae el veinte), pero permitiendo que expresara siempre mi personalidad como me diera la gana. Sin embargo, lo que ha sido fundamental en este viaje, siempre, es tenerlos a mi lado; saber que, pase lo que pase, nunca me van a abandonar.
Esta relación empezó muy intensa y muy abierta desde la edad de las preguntas. Nunca viví una pregunta sin respuestas. Toda la vida, desde que fui un bebé, mis padres tomaron la decisión de informarnos, de ayudarnos a crecer sin tabúes. Siempre he sabido cómo funciona mi cuerpo, cómo se han construido las sociedades, porque desde bien pequeños, en mi casa, siempre se ha hablado de salud, de política, de ideología, de libre pensamiento. Incluso mi gusto por el idioma español se debe a las explicaciones etimológicas que siempre me dio mi padre cuando le preguntaba sobre cualquier término o palabra nueva (leucocito, melancolía, dismenorrea…). Nuestras pláticas de sobremesa (hasta la fecha – y ésa es una de las razones por las que los extraño tanto) siempre han sido largas y profundas, con diálogos interminables desde donde hemos podido argumentar nuestras posturas. Una de las primeras palabras que aprendí es discernimiento. Desde que era niña, mi papi nos decía que como seres humanos siempre tenemos que tomar decisiones y para ello, necesitamos discernir, distinguir una cosa de la otra; tamizar y elegir. Toda la vida, mis padres nos han alentado a hacernos preguntas; a cuestionar la vida y los sistemas. Ellos han sido marxistas, libre pensadores, mi papi incluso ateo; sin embargo, en nuestras largas pláticas, me ha dicho que no le interesa abonar para nada al sometimiento de las religiones, por muy benevolentes que parezcan sus preceptos, porque sean cuales sean sus principios, coartan las libertades, la capacidad para discernir, pero que sin duda, la mayor prueba de la existencia de dios, o de esa energía que así solemos llamar, es la perfección del cuerpo humano; la belleza que hay en la naturaleza; el amor que podemos prodigar. Gracias a mis padres soy quien soy.
En fin, que todo esto viene a cuento justo porque esta pandemia nos puede dar la oportunidad de crear espacios de diálogo profundo, afectivo, significativo con nuestros hijos, dentro de los que, sin duda, podrán aprender muchas cosas de la vida y del mundo más allá de la escuela, pero también se darán cuenta de que sus padres son seres inteligentes y sensibles cuyo acompañamiento es un valor indispensable para construirse individualmente y en armonía con la comunidad (y no enajenados a ella). Los invito a darse la oportunidad de acompañarse mutuamente en este proceso que presenta muchos retos y frustraciones, aunque también nos ofrece una posibilidad para romper con la inercia de las tradiciones y experimentar otras formas de convivir cargadas de conocimiento.
‹ Yo, la peor (cuarta parte) Coliflowers especiales para mis sobrix ›