De lo cotidiano

Bitácora de Dalina Flores

Sin título

(Porque a veces las palabras estorban, aunque se apresuren para mostrar nuestras emociones, y no pueden expresar eso que sentimos, pero queremos compartir. Y eso es lo maravilloso del leguaje)

Para mi queridísimo doctor Diablo y su odio por las subordinaciones y paréntesis

Estoy enamorada. Bueno, así me diagnosticaría Quevedo. De forma literal y emocional (o sea, no el diagnóstico, sino mi enamoramiento). Me explico: ayer, mientras corríamos bajo una lluvia muy fría (está bien, yo sólo caminaba rápidamente pues me duelen las rodillas), también sudaba copiosamente; es decir, las gotas me hacían tener frío; pero la prisa, calor. Así es que era el ejemplo viviente de la forma en que Quevedo define el amor: ‘es una herida que duele y no se siente’; también un ‘fuego helado’, un ‘hielo abrasador’. Ergo: si tengo frío y calor al mismo tiempo: estoy enamorada. En la dimensión del mundo sensible, por lo menos, eso es una prueba.

Emocionalmente, también. Resulta que la tristeza y la felicidad conviven en mi cabeza como hermanastras: extraño a mis amores regios, pero en la ciudad de México he estado tan feliz, tan acompañada, tan querida, que a veces pienso que realmente es el lugar adonde pertenezco. Y no. Porque también mi ciudad adoptiva me ha dado grandes amores y grandes posibilidades, y entonces me pongo a extrañarla y ya quiero regresar. Pero veo a mis enanos (Irma incluida), y me dan ganas de quedarme para siempre; o de llevármelos de regreso en la maleta.

Y después vuelvo a estar triste porque en esta ciudad, cuando estoy sola (en Monterrey nunca lo estoy; siempre hay un alumno en mi cubículo o un animalito a mi lado cuando Luna y Sergio no están en casa, que también estoy acompañada), me pongo a pensar en el abandono y en la soledad. Y no quiero que nadie se muera. Y entonces se me viene encima todo el desamparo letrístico que apenas estaba superando luego de que Saramago dejó de escribir para siempre. De hecho no: nunca volveré a despertar con la emoción de leer una nueva novela saramaguina. Eso es doloroso e insuperable; pero apenas estaba acostumbrándome a vivir con esa verdad, y nos abandona Gelman, con el que también se murieron muchas esperanzas. Y luego José Emilio, para recordarnos de la absurda absurdidad de la muerte. Y como cereza del tétrico e infame pastel, también García Márquez decidió botar la pluma. Para dejarnos cada vez más solos, porque, ¿qué es el mundo sin ellos?

Y quizás algún pragmático nos regañe por llorar tantas muertes de desconocidos; pero la verdad es que estos entrañables seres nos han acompañado tanto, a través de la lectura, y nos han provocado tantas emociones que su ausencia duele más, quizás, que la del vecino. Respecto a esta orfandad que hoy nos acecha, leí hace unos días un artículo cuyo autor asegura que ya sólo nos queda Vargas Llosa, como baluarte de lo que ha sido la ‘gran literatura’ de Hispanoamérica, y que cuando muera, entonces sí, nos quedaremos completamente solos. Yo creo que no. Que la muerte de Vargas Llosa, quizás, será como la del vecino, porque más allá de que es, quizás, el escritor más talentoso, de la actualidad, en lengua española, no ha dejado, quizás, una huella profunda en el corazón de sus lectores. Bueno, no quiero generalizar: por lo menos, no ha quedado nada en el mío (aunque sí en mi cabeza. Y confieso que me encanta leerlo y lo disfruto, pero jamás lo amaré como a los míos).

Lo que quiero decir es que no bastan los libros y no basta la literatura y no basta ser escritor para desbordarnos los afectos. No se trata de contar historias con maestría, ni de malabarear con las estructuras y el lenguaje de forma impecable. Los escritores entrañables se cuelan, como caldito caliente luego de la tormenta, en lo más desamparado del corazón, precisamente por su dimensión humana. Ese espíritu que los coloca hombro a hombro con el lector y que también los hace confrontativos: a través del espejo literario nos muestran lo que somos y nos dejan adivinar lo que deseamos y lo que queremos ser (ya lo dijo Paz algún día).

Y bueno, realmente yo no venía a llorar mis muertes, sino a agradecer las vidas y las coincidencias y los espacios (porque están de acuerdo en que bien pude nacer en una finca cafetalera en Guatemala y nunca haber llegado al universo de los libros y entonces nada de esto tendría sentido) que me han dado tantas alegrías.

Yo no sé qué hice en mis vidas pasadas para tener la fortuna de conocer, en un medio difícil, pero que me apasiona, el de las Letras (donde es una moneda corriente la soberbia y la altanería), a seres humanos verdaderamente entrañables. No sólo hablamos de escritores cuya obra es extraordinaria, sino de su capacidad para vincularse con sus lectores en muchas dimensiones, a través de esa maravillosa forma en que se acercan y nos miran. Y, generosamente, nos abren sus mundos.

Y no sé si son muchos o son pocos los escritores que logran este nivel de complicidad con nosotros, los mortales, pero me alegro de tener muy cerca algunas de las plumas más sólidas y talentosas de este país, porque esas plumas (que ya no son plumas, verdad, ya son compus) pertenecen a autores que, cuando sonríen, (no voy a salir con la ñoñada de que el mundo se ilumina, no) su franqueza penetra hasta el último de nuestros huesos. Justo igual que cuando escriben.

Y por eso hoy también me siento feliz, mientras sigo llorando porque no tendré una novela nueva de Gabo, ni de Saramago, ni de Cortázar. Y le agradezco a Jaime Alfonso y a Raquel y a Toño y a Alberto por dejarme estar cerca de sus mundos y por la esperanza de seguir leyéndolos. Siempre.

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