De lo cotidiano

Bitácora de Dalina Flores

De lo cotidiano (que termina en Guerra Mundial) XLI

Yo: amor, la próxima semana me voy a Zacatecas y luego a Puebla y luego…

Él: ja, te encanta andar de pata de perro; sólo esperas un pretexto para irte al desmadre

Yo: claro que no; en serio, no me gusta dejarlos solitos, de hecho, déjame ver si puedo cancelar…

Él: no, cómo crees, es parte de tu trabajo, tienes que ir. Ya: no hagas drama, y vete de buena gana.

Yo: a ver, ¿por qué tanto interés en que me vaya?, ¿estás esperando, como dice Manu, que esté afuera el gato para que los ratones hagan fiesta, o qué?

Él: ay, chaparrita, quién te entiende: ¡quédate pues!

Yo: pero es que no puedo, en serio, tengo que irme…

Botella al mar para los teóricos, críticos y promotores de la literatura

Hace unos días me invitaron a charlar sobre la llamada literatura infantil y juvenil, en un coloquio de humanidades organizado por una universidad pública del centro del país, y lo primero que me llamó la atención es que la mayoría de los asistentes, con los que se estableció un diálogo muy enriquecedor, tenían (quizás aún tienen, espero que no) la idea de que la ‘literatura juvenil’ es la que está asociada con el género Young adult de libros comerciales, y que impulsa la industria editorial, sobre todo a través de novelas escritas para ‘chavas’.

Si bien es cierto que en México el mayor número de librerías se ha sumado a la tendencia de promover este tipo de obras (comerciales, de fácil lectura y digestión, moralizantes [o didácticas –en el mejor de los casos]), no podemos soslayar que también en nuestro país se está generando un corpus de textos literarios asociados con lo infantil y juvenil, de gran calidad, que no tiene nada que ver con el consumismo superficial de las modas que se imponen a través de los medios masivos.

Por una parte, encontramos el boom editorial de las ‘sagas’ o firmas de moda que no necesitan más promoción de la que ya arrastran a nivel internacional. Es comprensible, entonces, que las editoriales le apuesten al mayor beneficio con el menor esfuerzo, pues son un negocio. Sin embargo, a la industria editorial le correspondería estar asociada con la cultura escrita como paradigma de la difusión de la cultura, el conocimiento y otros bienes culturales por lo que su ‘misión’ no debería ser sólo la de vender libros. Las editoriales y librerías podrían involucrarse, como cualquier otra empresa cultural y educativa, también en la selección, producción y difusión de obras literarias, lúdicas, confrontativas y estéticas que brinden al lector una experiencia compleja, y lo sacudan de la inercia que promueven los medios masivos al ofrecer productos ya digeridos sólo para la reproducción irracional.

Asimismo, me parece un riesgo enorme que la literatura llamada juvenil se etiquete bajo un adjetivo totalizador que lleva implícita una visión excluyente, y peyorativa incluso, por parte de los académicos y críticos literarios. En México, son pocos los investigadores que se han planteado el abordaje de este tipo de obras y procesos pues, de antemano, la mayoría las repudia a priori por considerar que toda la ‘literatura juvenil’ tiene que ver con esas lecturas de moda que suelen ser intrascendentes.

Lo que propuse entonces, y que ahora retomo, es que hay muchas formas de producir y reproducir literatura, sin embargo, las propuestas más enriquecedoras parten de la experimentación con recursos lingüísticos, lúdicos, estéticos cuya complejidad obliga al lector a ser un co-constructor del sentido, de tal manera que la experiencia lecto-literaria se permea por todas sus pieles. De una forma peculiar y afortunada, México es un semillero de escritores que han dirigido su obra al público joven desde una propuesta de ficcionalización compleja que, más allá de las edades receptoras, deja una huella objetiva y subjetiva en las competencias lectoras de cualquier persona, independientemente de su edad.

Podríamos establecer que la ‘literatura juvenil’ se diferencia de la ‘Otra’ literatura (la del canon, con mayúsculas, y a la que nos han pedido que nos acerquemos con frac, pipa y guantes) por cuestiones que no son tan significativas a nivel conceptual; es decir, podemos reconocer que algunos rasgos comunes de la literatura juvenil son la priorización del personaje joven en un proceso de aprendizaje que lo lleva a madurar, y un lenguaje aparentemente accesible para competencias léxicas intermedias; también es cierto que estos dos aspectos no son privativos de estas propuesta. Pienso, por ejemplo, en La tregua, de Benedetti y, a pesar de que el protagonista es un adulto mayor, también se enfrenta a un proceso de aprendizaje en el que habrá de madurar, y donde el autor uruguayo emplea un léxico directo y una estructura sin complicaciones.

Respecto a la estructura, como estrategia de composición artística, tenemos grandes novelas del canon occidental que son lineales y mesuradas en la ordenación de los tiempos y espacios, con una unidad aristotélica perfecta, que no propone al lector ningún tipo de complicación en este sentido y, por otra parte, tenemos novelas consideradas ‘juveniles’, como Frecuencia Júpiter, donde Martha Rivapalacio exige complicidades complejas para su decodificación. Con estos ejemplos quisiera ilustrar la idea de que algunas obras de la literatura aparentemente escrita para jóvenes, producida en México, poseen una calidad literaria indiscutible, y por lo mismo, no pueden ser tasadas con el mismo rasero que evalúa los fenómenos mediáticos cuyo objetivo es vender libros, más que propiciar la experiencia lecto-literaria integral.

Considero que son muy valiosos los esfuerzos que vienen realizando la Universidad Iberoamericana, desde hace más de diez años, y la UNAM, de manera más reciente, con sus diplomados, congresos y Jornadas académicas que buscan poner sobre la mesa esta discusión para su análisis y comprensión del fenómeno, sin embargo, es necesario que la mirada crítica de los académicos e investigadores del resto del país se involucre en este proceso para coadyuvar en la generación de alternativas para la enseñanza integral de la literatura. Veo con pesadumbre que incluso maestros involucrados en la enseñanza formal de la literatura, en educación media, media superior y superior, desconozcan las propuestas de estos textos literarios y sigan abonando al discurso que obliga a los jóvenes lectores a odiar las letras.

No me refiero a que se deban leer ciertos autores como un dogma; creo que hay propuestas literarias valiosísimas que merecen más que una mirada de la crítica literaria formal, y que hay autores mexicanos contemporáneos que mantienen una calidad incuestionable en sus textos artísticos; sin embargo, una crítica asertiva y formal podrá ir orientando a los lectores y a los mismos autores hacia lecturas (y obras) cada vez más concienzudas, dinámicas y gozosas.

Creo que la incipiente crítica literaria, en algunos casos, que ha realizado acercamientos académicos o de promotoría cultural a este fenómeno, a veces se ha dejado llevar por un impresionismo cariñoso con el que pondera toda la obra de ciertos autores porque, en efecto, tienen obras maestras, pero que no siempre aportan el mismo nivel a otras creaciones. Y me parece que es válido hacer estos señalamientos. Incluso, cuando abordamos a otros autores canonizados, como Vargas Llosa, algunos lectores nos atrevemos a señalar que, a pesar de la magnitud y calidad de sus novelas iniciales, que no pondremos en duda, en los últimos tiempos (sostengo que desde Travesuras de la niña mala) sus novelas han dejado mucho que desear. Asimismo, sería interesante que pudiéramos valorar las propuestas literarias de una manera más genuina, sin caer en las cuotas de ‘cariño’ o espaldarazos por compromiso, para dar crédito al oficio literario de autores no canonizados aún por la crítica formal.

Me gustaría invitar a los lectores a que se acerquen a estos autores y los lean, los gocen, los critiquen, les hagan un club de fans, los confronten, y los obliguen a producir textos desafiantes, provocativos y gozosos. Acerquémonos a los autores mexicanos contemporáneos que son inteligentes y sensibles, cuyas plumas revelan un oficio riguroso a prueba de cualquier requerimiento lector. No quisiera dejar a nadie fuera de esta pequeña lista, pero creo que deberíamos echarle una mirada a la obra completa de Antonio Malpica, Jaime Alfonso Sandoval, María Baranda, Martha Rivapalacio, Raquel Castro, Javier Malpica, Ana Romero, Juan Carlos Quezadas, Antonio Ramos, Ricardo Chávez Castañeda que han sido asociados con la LIJ (excepto los dos últimos que oscilan entre la LIJ y la Otra) y cuyas obras, en gran medida, trascienden esa etiqueta, además de que algunos de ellos, como Antonio Malpica, han escrito extraordinarias novelas de las Otras pero sin la promoción suficiente, por parte de editoriales y librerías, para que el mundo literario lo ubique donde tendría que estar.

Jeloooouuuu, míster Pi (o de cómo he regresado con un viejo amor)

Hace años que no paso una tarde tan divertida, estimulada, feliz. En toda la extensión de las palabras. Resulta que desde que el 2010 nos cortó las alas nocturnas con su violencia, dejamos de ir periódicamente al teatro. Antes de entonces, éramos clientes frecuentes del teatro experimental. No sólo como espectadores, también hacíamos teatro con toda la locura que ello implica. Pero después, el centro de Monterrey secuestrado, las urgencias cotidianas y el enfoque en la vida académica terminó por hacerme abandonar ese universo vital.

            En cinco años, sin embargo, he asistido a unas cuantas propuestas teatrales, (escolares y profesionales), en Guadalajara, Monterrey y Ciudad de México, que me han gustado mucho y, aunque dejé de ser una asidua asistente, he tratado de recuperarme en ese sentido. Claro que ahora, por obvias razones, he tenido que presenciar más espectáculos musicales pero, poco a poco, veo que empezamos a recuperar nuestros espacios. Y eso me encanta porque por fin hoy, después de mucho tiempo, volvimos al teatro Sergio, Luna y yo. Como antes.

            Y una de las mayores causas de mi alegría profundísima es que Luna se divirtió con una obra para adultos tanto como yo (intentaba divertirme) con las que veíamos cuando ella era pequeña. Nos reímos, nos asustamos, nos vimos reflejadas en los personajes y sus circunstancias y salimos contentísimas para comentarlo. Esos espacios para el diálogo íntimo con quienes amas es lo mejor que deja la experiencia artística. Luego de ver Gudbai mister president, toda la familia quedó satisfecha y, quizás no lo sepa todo el mundo, pero no hay entre el público teatral nadie más exigente y poco complaciente que mi mareado. Durante algunos años él se encargó de las producciones de nuestros montajes y eso lo llevó a ser totalmente perfeccionista, por lo que, a pesar de que un texto sea impecable, siempre encuentra ‘detalles’ que no terminan de convencerlo. Bueno, él también amó la función.

            Pero además de ese efecto amoroso que nos ha reconciliado con el teatro, nos hemos divertido de una manera genuina y explosiva, a partir de una propuesta escénica fresca, llena de voces, donde los cuatro actores (Aglaé Lingow, Lizeth García, Adrián García y Jandro Chapa) dominan los registros y matices no sólo de los personajes, complejos y juguetones, sino también de la acción dramática, de los juegos de tensiones que los llevan a una propuesta de ruptura con la tradición muy elocuente y eficaz.

            Gudbai mister president, escrita y dirigida también por Jandro Chapa, es una propuesta escénica que se sostiene por el juego, pero no como un juego trivial e intrascendente, sino como una condición fundamental de su estructura, su tema y su trama, donde se imbrican tres planos ficcionales que terminan por involucrar en uno de ellos al público. La obra parte de un juego de espejos donde los personajes son actores que ensayan una obra acerca de cuatro actores que representan (viven) personajes inspirados en otros textos dramáticos (las referencias a Hamlet, Macbeth y Edipo son las más evidentes) y que, como en una caja china, terminan unos universos inmersos en otros.

            Lo primero que salta a la vista es la capacidad actoral tan dinámica y exquisita. Mientras los personajes son los actores (que no son los actores de la vida real, pero comparten con ellos sus nombres) vemos a personas reales tratando de iniciar un ensayo. O sea, la ficción llevada al extremo de ser la realidad (no representarla) y caemos en la tentación de pensar que se trata de un ejercicio de improvisaciones. Sin embargo, la naturalidad es tan precisa que resulta sospechosa la idea, y vemos una escena tan genuina que no se le ven los trazos: la vida, simplemente, sucede. Y el contrapunto es muy intenso cuando de pronto vemos coreografías, también muy precisas, pero trabajadas de manera en que asistimos al momento en que surge el personaje (de la ficción dentro de la ficción).

            Los recursos escénicos, por otra parte, son mínimos, pero muy efectivos: una tabla de lotería es el marco dentro del que los personajes (multiplicados en todas sus dimensiones) tratan de explicarse qué es la amistad y, en medio de estas inquietudes en apariencia existenciales y, hasta cierto punto juveniles, asistimos a un cuestionamiento profundo de la naturaleza humana y de las tragedias sociales en que nos ha dejado el sistema (de la vida real). Sin embargo, los diálogos genuinos, sin impostaciones, juguetones, cercanos, nos llevan de la risa al llanto sin darnos cuenta de cómo la experiencia teatral nos (con)mueve.

            Independientemente de que el texto es metaficcional (la ficción mostrando, en apariencia, sus costuras), el origen de la historia parece colectivo y refleja un acoplamiento muy interesante, donde los actores realizan también otras tareas de producción, que por cierto, estuvo a cargo de Salma Guzmán.

            No quisiera vender trama de forma gratuita pues sé que entre menos sepan de la obra, más será el placer estético que experimentarán al asistir a la función. Sólo quisiera agregar que Salma llegó a mi vida hace casi dos años, cuando nos encontramos en las aulas del posgrado de Filosofía y Letras. Entonces, nunca creí que esa chica de sonrisa seductora, que me miraba siempre con camaradería curiosa (o quizás inquisitiva) y que se ha convertido en una cómplice indispensable de otras aventuras, me daría un espacio para volver a sentir esa chispa que me movió cuando aún era adolescente para acercarme al teatro.

De lo cotidiano (que termina en Guerra Mundial) XL

 

Yo: ¿trajiste las medidas para pasar a comprar el vidrio de mi cuadro?

Él: nop…

Yo: ¿por qué, amor, siempre se te olvida?

Él: ya te dije cincuenta veces que en este carro no cabe.

Yo:… ah, si’scierto… pero, a ver (cogiendo su cabeza con ambas manos para que me mire), eso significa que…

Él: que por lo menos me falta repetírtelo unas cincuenta veces más, chaparrita…

Yo: muy bien. Entonces, ¿de quién es la culpa?

De lo cotidiano (que termina en Guerra Mundial) XXXIX

 

Él: ya deberías dejar de meterte en camisa de once varas, a ver, ¿qué ganas con eso?

Yo: nada, ya sé. Aunque, bueno, sí: que mis alumnos tengan lo que yo no tuve a su edad.

Él: ah, claro, porque a ti no te dio clases Juan Villoro, ni Eugenia Revueltas, ni Salvador Elizondo, ¿verdad?

Yo: mmmm… bueno, entonces quiero que tengan algo parecido a lo que yo tuve :/

De lo cotidiano (que termina en guerra mundial) XXXVIII  

Yo: ¿amor, me quieres?

Él: síp…

Yo: ¿segurísimo?

Él: síp

Yo: pues yo te quiero más

Él: no es cierto: a mí nadie me quiere…

Yo: ¿ah, no?, ¿entonces, a quién quiero?

Él: a Kira…

Yo: bueno, sí, pero, ¿a quién más?

Él: a todos, hasta al vecino, menos a mí

Yo: claro que no, estás loco, ¿viste?, eres necio como una cabra necia. Es imposible hablar contigo: Necedad Sánchez

Él: ¿ves, ves?, ¿ves cómo me tratas, ves lo que me dices?, ¿ves cómo no me quieres?

 

 

 

Yo, la peor…

Tercera parte

Y luego están los descuidos. Porque cierto es aquel dicho con el que siempre sale mi madre: ‘tanto quiere el diablo a su hijo que hasta le saca el ojo’, o algo así, que significa que por andar queriendo tanto tanto tanto a alguien, nomás lo perjudicamos. A veces queremos protegerlos tan intensamente que ni los dejamos salir a respirar aire puro al parque. Sí, soy de ésas. Tengo la imaginación llena de posibilidades atroces que no quiero que ella encuentre en el camino, y lo más sencillo es guardarla en la tradicional campanita de cristal. Lo malo es que crecen. Y se rebelan, y ni permiso piden. Y al padre no le queda más que el corazón destemplado y una angustia intermitente. Y no es que uno quiera estar de inspector vitalicio de sus acciones, pero también vamos aprendiendo a golpes. Con cada golpe, el hijo se libera, aprende a hacer su camino y se fortalece; los padres, en cambio, con cada golpe (que se da el chamaquito) nos vamos construyendo una cadena. Y lo peor es que, muchas veces, al final, sabemos que fuimos nosotros quienes provocamos sus caídas. Cuando Luna tenía seis meses (esa edad donde los bebés ya están macicitos para empezar a estar de pie, pero no lo suficiente como para echarse a caminar por el mundo), la puse en su cuna, mientras yo bajaba a lavar los trastes de la comida. Sergio acababa de regresar al trabajo y la nena andaba medio inquieta. Entonces, se me hizo fácil ponerla en su cuna y alzar los barandales para que, aunque se parara, no pudiera caerse. El barandal tenía dos aldabitas en cada extremo y me aseguré de ponerlas para que no pudiera abrirlas. No había lavado ni dos platos cuando escuché un estruendo terrible, de los peores de mi vida, un silencio muy profundo, seguido del llanto más sorprendido que he escuchado jamás. Cuando llegué a su habitación, estaba en el piso, llorando amargamente. Fue la primera vez que se me rompió el corazón. Me puse como loca, la levanté, la acaricié, me puse a berrear como desquiciada, a dar vueltas por toda la casa con la muchachita, porque la nena no dejaba de llorar. Llamé a mi mamá a Cuautla, me dijo que me calmara, que qué bonitas cosas conmigo, yo era la adulta y la que tenía que mostrar ecuanimidad. Que buscara hielo, se lo pusiera, que le hablara con tranquilidad, que revisara su cabecita, que viera en qué condiciones estaba su mollera… en fin, mi madre sí sabe ser una madre de verdad (recuerdo, también, que llamé a mi hermano Nano y me contestó Irma; le conté, toda desesperada, lo que acababa de pasar y ella me dijo (la cito casi textual): ‘no te preocupes, amiga, los bebés a esa edad son de plástico, no les pasa nada.’ Tiempo después, la vida puso las mismas palabras en mi boca –dirigidas a ella, cuando mi querido Ía tuvo su primer descalabro doméstico. Y no por venganza, en serio, sino porque es verdad: los bebés son de plástico). Así, podría hacer una lista más o menos larga de todas las veces en que se me ha roto el corazón porque Luna ha tenido algún accidente. Creo que la que me ha hecho sentir más culpable fue cuando la muy señora de su casa, o sea, yo, me puse a hacer un pastel. Luna ya gateaba y mi madre le había hecho una especie de alfombrita esponjada, para que gateara sin lastimar sus rodillas, que estaba en la sala. En la entrada de la cocina, yo atravesaba una periquera para que ella no tuviera acceso. El asunto es que, esa vez, prendí el horno a no sé cuántos miles de grados; metí el tonto pastel; sonó el tonto teléfono y fui a contestar; no atravesé la tonta periquera, era cuestión de un momentito. O sea, fueron tres segundos. Suficientes para que no sé cómo, Luna llegó a la estufa, cuando la vi, estaba incorporándose, precisamente con apoyo en el cristal del horno. No quiero recordar, en serio (aún tengo pesadillas), el grito que escuché. El peor de mi vida. Cada vez que lo recuerdo, se queda un pedazo de mi corazón en el limbo. Por eso –y supongo que nos va pasando a todos los padres, somos sobreprotectores. Ya no puedo confiar en los ‘no pasa nada’, ‘es sólo un momentito’, ‘es acá muy cerca’. No quiero que se vuelva a caer de cabeza de la cuna, ni que se queme las manitas. No quiero que nada le vuelva a doler en la vida. Pero también sé que tengo que darle su espacio. Sé que ya no puedo andar encima de ella, como botarga, tratando de protegerla, sobre todo cuando estoy a punto de caer en una crisis de histeria y es ella la que me dice: ‘a ver, mujer, relájate, no pasa nada: si algo tiene solución, la tendrá, si no, ni modo: a otra cosa’. Por eso, cuando estoy en crisis, a veces me relajo porque sé que la tengo a ella (o a mi madre) para encender la luz.

La ceguera voluntaria de los avestruces

En noviembre del año pasado (¿o fue diciembre?) estuve en la defensa de tesis del ahora doctor José Juan Zárate quien sostiene que la literatura policíaca norteña implica una transfiguración del género clásico, pues en ella se enfatiza el espacio, pero también se reconfigura el cronotopo en toda su dimensión, ya que los autores norteños privilegian la construcción de los personajes y sus atmósferas sobre la anécdota, y se establecen vínculos hiperrealistas con los contextos sociohistóricos que los inspiran.

El trabajo de investigación de Zárate tiene muchos méritos, entre los que destacan dos aspectos importantes: el sólido recuento del corpus del género policiaco producido en México de 1790 hasta el 2010; y el modelo de análisis propuesto desde el enfoque de la Estética de la recepción.

Estar en contacto con su arduo trabajo de investigación coincidió con la suerte de conocer en la pasada Feria Internacional del libro de Monterrey al escritor español, avecindado en Sonora, Imanol Caneyada. Fue una de esas casualidades afortunadísimas que definen los destinos. Había terminado de leer la tesis en que la se nombraba a Caneyada como uno de los autores más influyentes en el género policial norteño, cuando vi su nombre en la programación de la feria. Me entusiasmó la idea de asistir a la presentación de su libro, Las paredes desnudas, pero su evento coincidía con otro en el que yo también participaba, así es que tendría que esperar otra oportunidad. Sin embargo, cuando el destino tiene orquestado su plan, no hay programaciones culturales que se atraviesen: resulta que Imanol es amigo de uno de los escritores con los que estuve en mi evento, así es que habían quedado de verse al terminar sus respectivas presentaciones y ahí lo conocí.

Tuve la oportunidad entonces de platicar con él y de inmediato me fascinó la forma en que elabora su discurso y sus posturas frente a los temas que muchos autores rehúyen, así es que me di a la tarea de intentar conseguir su obra. Claro que (y acá va la consabida queja que quisiera dejar de hace algún día:) no fue fácil conseguirla. Después de pasar todo un fin de semana a su acecho, por fin, en la tienda del buhíto pude conseguir solamente un ejemplar de Espectáculo para avestruces. En cuanto regresé a mi casa empecé su lectura y no pude dejarla un solo momento. Bueno, sí: tenía que comer, dar clases y esas cosas que uno hace, pero a la menor provocación me ponía a leer otra vez, y es que la propuesta de la novela es extrema: desconcertante y encantadora al mismo tiempo: me sedujo tan violentamente que aún no acabo de reponerme. Los personajes son intensísimos y la construcción ficcional provoca una lectura vertiginosa. Al principio es algo compleja, pues detrás del cinismo de los personajes hay una denuncia muy fuerte y un cuestionamiento de la naturaleza humana sin prejuicios ni pretensiones moralizantes.

La historia plantea una etapa crucial en la vida de RQ, personaje del que sólo conocemos sus iniciales, y la manera en que se involucra con La Muñeca y con Sofía, la puta de los ojos grises, en una problemática muy actual: el derecho de piso de las mafias que explotan la vida nocturna de una ciudad norteña. Los tres personajes son decadentes y sombríos, pero tienen relaciones intensas y solidarias; es decir: son sórdidos, pero muy humanos. Sus conflictos internos son tan complejos y viscerales que generan el rechazo del lector, pero también una gran ternura y solidaridad. El protagonista es un profesor universitario que, además de impartir cátedra, se desempeña como sicario; dentro de la lógica simple y natural, podríamos darnos cuenta de que son caracteres incompatibles, sin embargo, esa complejidad construye un perfil de antihéroe con rasgos muy nobles, aunque también es un desalmado y soberbio asesino.

Si bien la novela pertenece al género negro, asociado con lo policíaco, lo que predomina es la intriga en torno al crimen: no hay un detective en la trama; el planteamiento del enigma es la pesquisa en la que se involucran los propios personajes para saber quién trata de asesinarlos. Eso lleva al lector a acompañarlos en el viaje de su vida cotidiana donde percibimos, por la pluma de Caneyada, la descomposición social como el escenario donde podemos atestiguar las lealtades y las traiciones más absurdas.

Un elemento que llama la atención a la moral burguesa (que impera en la mayoría de los lectores en nuestro país) es la forma en que el autor confronta nuestros prejuicios y tabúes, y nos pone a prueba cuando conocemos la cruel condición de las emociones más profundas de los personajes, y de lo que pueden llegar a hacer para estar a salvo. En medio de esta exposición de ‘valores’ y ‘antivalores’, la mirada del autor se posa en situaciones que preferiríamos no ver. En este sentido, la descomposición social que impera en algunos espacios de nuestro país, no es sino la presentación de una realidad que duele pero que preferimos no ver e intentamos, como los avestruces, esconder la cabeza bajo la tierra, para tratar de desaparecer esa realidad.

Respecto al título, tuvimos la oportunidad, Rafa Reyes y yo, de compartir en nuestro programa de radio (todos los lunes a las 2:30, por Frecuencia Tec) las impresiones que tuvimos sobre el título de la novela: Espectáculo para avestruces, y fue muy interesante cómo lo percibimos de dos maneras muy distintas: él dice que el autor nos lleva a meter la cabeza en un mundo subterráneo y nos presenta el espectáculo de la vida que ahí se desarrolla; yo, en cambio, creo que en el título hay una especie de denuncia y acusación: los lectores somos los avestruces que escondemos la cabeza frente a una realidad que no queremos ver, como si así pudiéramos seguir viviendo sin angustias. Lo cierto es que sólo cada lector podrá encontrar el sentido de la trama y su relación con el título, de acuerdo con su experiencia de lectura.

Yo, la peor…

Segunda parte

La ortodoncista de Luna, al parecer, no sólo es capaz de corregir la postura de los dientes, sino de todo lo que ande chueco en el mundo y, ahora, no sólo regañó a Luna, a mí también me tocó mi ‘enjabonada’ –como dice mi abuelita. No sé por qué todos los ortodoncistas que conozco tienen un genio de los mil demonios y su actividad predilecta es regañar a los pobres mortales que no se quieren poner las ligas o usar los aparatos nocturnos. Regueiro, mi famosísimo orto, era el ser más odiado de mi infancia. Cada cita era un calvario; me decía: a mí me vale madres lo que pase con tu vida, si te quieres quedar fea para siempre es tu problema; lo que me molesta es que boicotees mi trabajo. Él decía que era algo así como un escultor. Y que mi boca, de origen tan maltrecho, se estaba convirtiendo en una obra de arte… Y ándale, que la belleza cuesta: a ponerme trampas medievales donde se me quedaba ensartada la pobre lengua cuando trataba de comer. En fin, me odian los ortos, eso ya me quedó claro. Sobre todo después de la última cita a la que acompañé a Luna.

Resulta que la chamaca no se quiere poner las ligas. Y tiene que ponerse las ligas. Pero no se las pone. Y la orto quiere que se las ponga, pues ella ya no puede hacer nada al respecto: ‘o se pone las ligas o se va a quedar fea para siempre’. Y yo, en serio, he intentado todo: amarrarla, chantajearla, pedírselo por favor, y nada. Entonces, su papá y yo resolvimos que ella es quien tiene que decidir qué quiere hacer con sus dientes; dijo que ya está harta y quiere que le quiten el fierrerío. Y cuando la orto me llamó para quejarse amargamente (otra vez) de que la Lunichi no colabora, yo le dije que ya lo sabía y que, por eso, mi querida descendiente había decidido ya no seguir con el tratamiento. Que le quitara los brackets. Bueno, ha puesto una cara… Me dijo, (la cito, casi textual) ‘mire, señora, no se ofenda, pero esta niña no tiene edad para tomar esa decisión, ¿qué le pasa?’ Y le dije que yo ya no discutiría más con Luna por el asunto de los dientes. Que nosotros, como padres, le ofrecíamos nuestro apoyo, pero que si ella decidía quedarse como está, respetaríamos su decisión. Y luego, la muy sátrapa me salió con que: ‘pues sí, qué cómodo, señora, ¿usted cree que ser padre es fácil?, noooooo; implica mucho trabajo y mucho sacrificio, mire qué bonito, la deja tomar la decisión y se olvida de su obligación como madre que es darle lo mejor, aunque sea en contra de su voluntad y a usted le cueste trabajo.’ Y luego se soltó toda una historia sobre su abnegada madre, que hizo estudiar a su hermano a pesar de que él no quería; lo persiguió y lo arrastró, casi llevándolo de la oreja a cada clase, pero la criatura terminó su carrera. ‘Es que, señora, usted bien sabe que cuando son huercos (¿de universidad?), no saben lo que quieren, ellos creen que quieren algo, pero qué van a andar sabiéndolo en realidad’. Yo, lo que me pregunto es si el chico habrá sido o será feliz… y no quiero inferir que no. Yo no lo sé. A mí me parece importante que Luna tome decisiones aunque después se arrepienta, claro, decisiones en las que no se pone en peligro (o a los demás), aunque ello la lleve a buscar un tratamiento de ortodoncia cuando tenga 40 años. Pero no lo sé. Tal vez sólo soy medio floja o cobarde para andar detrás de ella, persiguiéndola con las ligas, todos los días. Tal vez, como dice su orto, no estoy asumiendo la responsabilidad que el mundo espera de mí.

El gran problema, mi problema, es que la relación con los hijos es una gran incertidumbre; de todo. Y entre más se leen teorías pedagógicas y formativas, hay más confusión y angustia en el proceso. Lo único claro y seguro, creo, es el amor. Pero está bien comprobado que el amor nos hace cometer muchas estupideces, ergo, lo que hacemos por los hijos, casi siempre, son tonterías.

El asunto es que le dije que respetaba su forma de pensar, pero que si Luna quería cancelar el tratamiento, lo haríamos. Entonces, dirigiéndome a Luna le pregunté: ‘¿qué vas a hacer, chaparra?, ¿que te los quiten, o quieres seguir con el tratamiento?’, y la orto metió su cuchara: ‘pero si quieres seguir, te tienes que poner las ligas porque yo ya no puedo hacer nada; lo que falta, sólo depende de ti’. Y yo rematé con un contundente: ‘es tu decisión’.

Y la muy incopelusa que sale con que seguiría con el tratamiento… quezque (después me dijo) para que ya no me regañara la ortodoncista.

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